
Del Estado de Derecho al Estado constitucional. ArtÃculo. Gustavo Zagrebelsky (Italia)
19 marzo, 2013
Estimados amigos:
Hemos logrado la semana pasada la valiosa autorización del maestro Gustavo Zagrebelsky (Ex Presidente de la Corte Constitucional italiana) para la publicación de su importante trabajo «Del Estado de Derecho al Estado constitucional». Dicha ponencia es un capÃtulo de su clásico libro «El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia.» Editorial Trotta. Madrid, 2007. pp. 21-45.
El artÃculo en mención constituye, a juicio nuestro, un hondo análisis del tránsito de Estado de Derecho al Estado constitucional y del concepto de unificación que éste representa; en adición a ello, singulariza una férrea defensa del neoconstitucionalismo.
Saludos cordiales,
Edwin Figueroa GutarraÂ
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DEL ESTADO DE DERECHO AL ESTADO CONSTITUCIONAL
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GUSTAVO ZAGREBELSKY
1. El «Estado de derecho»Â
El siglo XIX es el siglo del «Estado de derecho» o, según la expresión alemaÂna, del Rechtsstaat. En la tipologÃa de las formas de Estado, el Estado de derecho, o «Estado bajo el régimen de derecho», se distingue del Machtstaat, o «Estado bajo el régimen de fuerza», es decir, el Estado absoluto caracterÃsÂtico del siglo XVII, y del Polizeistaat, el «Estado bajo el régimen de policÃa», es decir, el régimen del Despotismo ilustrado, orientado a la felicidad de los súbditos, caracterÃstico del siglo XVIII. Con estas fórmulas se indican tipos ideales que sólo son claros conceptualmente, porque en el desarrollo real de los hechos deben darse por descontado aproximaciones, contradicciones, contaminaciones y desajustes temporales que tales expresiones no registran. Éstas, no obstante, son útiles para recoger a grandes rasgos los caracteres principales de la sucesión de las etapas históricas del Estado moderno.Â
La expresión «Estado de derecho» es ciertamente una de las más afortuÂnadas de la ciencia jurÃdica contemporánea. Contiene, sin embargo, una noÂción genérica y embrionaria, aunque no es un concepto vacÃo o una fórmula mágica, como se ha dicho para denunciar un cierto abuso de la misma.  El Estado de derecho indica un valor y alude sólo a una de las direcciones de desarrollo de la organización del Estado, pero no encierra en sà consecuenÂcias precisas. El valor es la eliminación de la arbitrariedad en el ámbito de la actividad estatal que afecta a los ciudadanos. La dirección es la inversión de la relación entre poder y derecho que constituÃa la quintaesencia del Machtstaat y del Polizeistaat: no más rex facit legem, sino lex facit regem.Â
Semejante concepto es tan abierto que todas las épocas, en función de sus exigencias, han podido llenarlo de contenidos diversos más o menos densos, manteniendo asà continuamente su vitalidad’. El propio Estado constitucional, que es la forma de Estado tÃpica de nuestro siglo, es presentado con frecuencia como una versión particular del Estado de derecho. Esta visión no resulta necesariamente forzada, si consideramos la elasticidad inÂtrÃnseca del concepto, aunque para una mejor comprensión del mismo es aconsejable no dejarse seducir por la continuidad histórica e intentar, por el contrario, poner en claro las diferencias.Â
No cabe duda que el Estado de derecho ha representado históricamente uno de los elementos básicos de las concepciones constitucionales liberales, aunque no es en absoluto evidente que sea incompatible con otras orientaciones polÃtico-constitucionales. Antes al contrario, en su origen, la fórmula fue acuñada para expresar el «Estado de razón» (Staat der Vernunft), o «Estado gobernado según la voluntad general de razón y orientado sólo a la consecución del mayor bien general», idea perfectamente acorde con el Despotismo ilustrado. Luego, en otro contexto, pudo darse de él una defiÂnición exclusivamente formal, vinculada a la autoridad estatal como tal y completamente indiferente a los contenidos y fines de la acción del Estado. Cuando, según la célebre definición de un jurista de la tradición autoritaria del derecho público alemán6, se establecÃa como fundamento del Estado de derecho la exigencia de que el propio Estado «fije y determine exactamente los cauces y lÃmites de su actividad, asà como la esfera de libertad de los ciudadanos, conforme a derecho (in der Weise des Rechts)» y se precisaba que eso no suponÃa en absoluto que el Estado renunciase a su poder o que se redujese «a mero ordenamiento jurÃdico sin fines administrativos propios o a simple defensa de los derechos de los individuos», aún no se estaba neceÂsariamente en contra del Estado de policÃa, aunque se trasladaba el acento desde la acción libre del Soberano a la predeterminación legislativa.Â
Dada la posibilidad de reducir el Estado de derecho a una fórmula carente de significado sustantivo desde el punto de vista estrictamente polÃtico-consÂtitucional, no es de extrañar que en la época de los totalitarismos de entreÂguerras se pudiese originar una importante y reveladora discusión sobre la posibilidad de definir tales regÃmenes como «Estados de derecho». Un secÂtor de la ciencia constitucional de aquel tiempo tenÃa interés en presentarse bajo un aspecto «legal», enlazando asà con la tradición decimonónica. Para los regÃmenes totalitarios se trataba de cualificarse no como una fractura, sino como la culminación en la legalidad de las premisas del Estado decimonónico. Para los juristas de la continuidad no existÃan dificultades. Incluso llegaron a sostener que los regÃmenes totalitarios eran la «restauraÂción» -tras la pérdida de autoridad de los regÃmenes liberales que siguió a su democratización- del Estado de derecho como Estado que, según su exclusiva voluntad expresada en la ley positiva, actuaba para imponer con eficacia el derecho en las relaciones sociales, frente a las tendencias a la ilegalidad alimentadas por la fragmentación y la anarquÃa social».
Con un concepto tal de Estado de derecho, carente de contenidos, se producÃa, sin embargo, un vaciamiento que omitÃa lo que desde el punto de vista propiamente polÃtico-constitucional era, en cambio, fundamental, esto es, las funciones y los fines del Estado y la naturaleza de la ley. El calificativo de Estado de derecho se habrÃa podido aplicar a cualquier situación en que se excluyese, en lÃnea de principio, la eventual arbitrariedad pública y privada y se garantizase el respeto a la ley, cualquiera que ésta fuese. Al final, todos los «Estados», por cuanto situaciones dotadas de un orden jurÃdico, habrÃan debido llamarse genéricamente «de derecho». Llegaba a ser irrelevante que la ley impuesta se resolviese en medidas personales, concretas y retroactivas; que se la hiciera coincidir con la voluntad de un Führer, de un Soviet de trabajadores o de Cámaras sin libertades polÃticas, en lugar de con la de un Parlamento libre; que la función desempeñada por el Estado mediante la ley fuese el dominio totalitario sobre la sociedad, en vez de la garantÃa de los derechos de los ciudadanos.Â
Al final, se podÃa incluso llegar a invertir el uso de la noción de Estado de derecho, apartándola de su origen liberal y vinculándola a la dogmática del Estado totalitario. Se llegó a propiciar que esta vinculación se considerase, en adelante, como el trofeo de la victoria histórico-espiritual del totalitaÂrismo sobre el individualismo burgués y sobre la deformación del concepto de derecho que éste abrÃa comportado».Â
Pero el Estado liberal de derecho tenÃa necesariamente una connotaÂción sustantiva, relativa a las funciones y fines del Estado. En esta nueva forma de Estado caracterÃstica del siglo XIX lo que destacaba en primer plaÂno era «la protección y promoción del desarrollo de todas las fuerzas natuÂrales de la población, como objetivo de la vida de los individuos y de la sociedad».La sociedad, con sus propias exigencias, y no la autoridad del Estado, comenzaba a ser el punto central para la comprensión del Estado de derecho. Y la ley, de ser expresión de la voluntad del Estado capaz de impoÂnerse incondicionalmente en nombre de intereses trascendentes propios, empezaba a concebirse como instrumento de garantÃa de los derechos.Â
En la clásica exposición del derecho administrativo de Otto Mayer, la idea de Rechtsstaat, en el sentido conforme al Estado liberal, se caracteriza por la concepción de la ley como acto deliberado de un Parlamento repreÂsentativo y se concreta en: a) la supremacÃa de la ley sobre la AdministraÂción; b) la subordinación a la ley, y sólo a la ley, de los derechos de los ciudadanos, con exclusión, por tanto, de que poderes autónomos de la AdÂministración puedan incidir sobre ellos; c) la presencia de jueces indepenÂdientes con competencia exclusiva para aplicar la ley, y sólo la ley, a las controversias surgidas entre los ciudadanos y entre éstos y la AdministraÂción del Estado. De este modo, el Estado de derecho asumÃa un significado que comprendÃa la representación electiva, los derechos de los ciudadanos y la separación de poderes; un significado particularmente orientado a la proÂtección de los ciudadanos frente a la arbitrariedad de la Administración.Â
Con estas formulaciones, la tradicional concepción de la organización estatal, apoyada sólo sobre el principio de autoridad, comienza a experiÂmentar un cambio. El sentido general del Estado liberal de derecho consisÂte en el condicionamiento de la autoridad del Estado a la libertad de la sociedad, en el marco del equilibrio recÃproco establecido por la ley. Éste es el núcleo central de una importante concepción del derecho preñada de consecuencias.
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2. El principio de legalidad. Excursus sobre el rule of law
Se habrá notado que los aspectos del Estado liberal de derecho indicados remiten todos a la primacÃa de la ley frente a la Administración, la jurisdicÂción y los ciudadanos. El Estado liberal de derecho era un Estado legislativo que se afirmaba a sà mismo a través del principio de legalidad.Â
El principio de legalidad, en general, expresa la idea de la ley como acto normativo supremo e irresistible al que, en lÃnea de principio, no es oponible ningún derecho más fuerte, cualquiera que sea su forma y fundamento: ni el poder de excepción del rey y de su administración, en nombre de una supeÂrior «razón de Estado», ni la inaplicación por parte de los jueces o la resisÂtencia de los particulares, en nombre de un derecho más alto (el derecho natural o el derecho tradicional) o de derechos especiales (los privilegios locales o sociales).Â
La primacÃa de la ley señalaba asà la derrota de las tradiciones jurÃdicas del Absolutismo y del Ancien Régime. El Estado de derecho y el principio de legalidad suponÃan la reducción del derecho a la ley y la exclusión, o por lo menos la sumisión a la ley, de todas las demás fuentes del derecho.Â
Pero ¿qué debemos entender en realidad por ley? Para obtener una respuesta podemos confrontar el principio de legalidad continental con el rule o f law inglés.Â
En todas las manifestaciones del Estado de derecho, la ley se configuraÂba como la expresión de la centralización del poder polÃtico, con indepenÂdencia de los modos en que ésta se hubiese determinado históricamente y del órgano, o conjunto de órganos, en que se hubiese realizado. La eminenÂte «fuerza» de la ley (force de la lo¡ – Herrschaft des Gesetzes) se vinculaba asà a un poder legislativo capaz de decisión soberana en nombre de una función ordenadora general.
En la Francia de la Revolución, la soberanÃa de la ley se apoyaba en la doctrina de la soberanÃa de la nación, que estaba «representada» por la Asamblea legislativa. En Alemania, en una situación constitucional que no habÃa conocido la victoria niveladora de la idea francesa de nación, se trataba, en cambio, de la concepción del Estado soberano, personificado primero en el Monarchisches Prinzip y después en el Kaiserprinzip, sosteÂnido y limitado por la representación de las clases. Las cosas no eran difeÂrentes en el constitucionalismo de la Restauración -del que el Estatuto albertino era una manifestación-, basado sobre el dualismo, jurÃdicamenÂte no resuelto, entre principio monárquico y principio representativo. La «soberanÃa indecisa» que caracterizaba estas formas de Estado sólo podÃa sobrevivir mediante compromisos y la ley se erigÃa en la fuente del dereÂcho por excelencia al ser la expresión del acuerdo necesario entre los dos máximos «principios» de la Constitución, la cámara de los representantes y el rey.Â
En la soberanÃa legislativa estaba Ãnsita la fuerza formativa absoluta, pero también el deber de asumir por entero el peso de todas las exigencias de regulación. Máximo poder, pero máxima responsabilidad.En este sentido, el principio de legalidad no era más que la culminación de la tradición absolutista del Estado y de las concepciones del derecho natural racional «objetivo» que habÃan sido su trasfondo y justificación». El hecho de que el rey fuese ahora sustituido o apoyado por asambleas parlamentarias cambiaÂba las cosas en muchos aspectos, pero no en la consideración de la ley como elemento de sostén o fuerza motriz exclusiva de la gran máquina del EstaÂdo». El buen funcionamiento de la segunda coincidÃa con la fuerza incondicionada de la primera.Â
En este fundamental aspecto de la concepción de la ley, el principio de legalidad en Francia, Alemania y, en general, en Europa continental se disÂtanciaba claramente del paralelo, pero muy distinto, principio inglés del rule of law (también éste un concepto -conviene advertir- no menos «abierto» que el de Estado de derecho»). Distinto porque se desarrolló a partir de otra historia constitucional, pero orientado a la defensa de similaÂres ideales polÃticos.
Rule of law and not of men no sólo evocaba en general el topos aristotélico del gobierno de las leyes en lugar del gobierno de los hombres, sino también la lucha histórico-concreta que el Parlamento inglés habÃa sosÂtenido y ganado contra el absolutismo regio. En la tradición europea contiÂnental, la impugnación del absolutismo significó la pretensión de sustituir al rey por otro poder absoluto, la Asamblea soberana; en Inglaterra, la lucha contra el absolutismo consistió en oponer a las pretensiones del rey los «privilegios y libertades» tradicionales de los ingleses, representados y deÂfendidos por el Parlamento. No hay modo más categórico de indicar la diferencia que éste: el absolutismo regio fue derrotado, en un caso, como poder regio; en otro, como poder absoluto19. Por eso, sólo en el primer caso se abrió la vÃa a lo que será el absolutismo parlamentario por medio de la ley; en el segundo, la ley se concebÃa solamente como uno de los elementos constitutivos de un sistema jurÃdico complejo, el «common law», nacido de elaboración judicial de derecho de naturaleza y de derecho positivo, de razón y de legislación, de historia y de tradiciones.Â
La historia inglesa, cien años antes que la continental, habÃa hecho del Parlamento el órgano tutelar de los derechos contra el absolutismo regio, mientras que los Parlamentos continentales postrevolucionarios seguÃan más bien la vÃa de concentrar en sà mismos la suma potestad polÃtica bajo forma legislativa. La originaria concepción inglesa de la ley como «producto de justicia», más que voluntad polÃtica soberana, puede sorprender a quien tiene las ideas modeladas sobre la tradición constitucional de la Europa continental, pero a la luz de los avatares históricos del constitucionalismo inglés no tiene nada de incomprensible.Â
La naturaleza de órgano de garantÃa de las libertades inglesas armonizaÂba perfectamente, por lo demás, con una concepción de la actividad parlaÂmentaria más «jurisdiccional» que «polÃtica», en el sentido continental`. Como es sabido, el Parlamento inglés tiene su origen en los consejos que el rey consultaba para mejorar el derecho existente, que tenÃan -desde el punto de vista actual- carácter incierto. La consulta, con frecuencia, venÃa determinada por los malos resultados del common law en los casos concreÂtos. Según las categorÃas actuales, podrÃa hablarse de una función entre la normación y el juicio. El Parlamento podÃa considerarse, al estilo medieval, un Tribunal de justicia.El procedimiento parlamentario no se encontraba en las antÃpodas del modelo judicial: en ambos casos regÃa la exigencia del due process, que implicaba la garantÃa para todas las partes y para todas las posiciones de poder hacer valer las propias razones (audiatur et altera pars) en procedimientos imparciales. Por su parte, la función legislativa se conceÂbÃa como perfeccionamiento, al margen de intereses de parte, del derecho existente.Â
Por lo dicho, al menos en el origen del Parlamento inglés de la época moderna no se producÃa un salto claro entre la producción del derecho mediante la actividad de los tribunales y la producción «legislativa».Â
Circumstances, conveniency, expediency, probability se han señalado como criterios esenciales de esta «extracción» del derecho a partir de los casos. Y en efecto, los progresos del derecho no dependÃan de una cada vez más refinada deducción a partir de grandes principios racionales e inmutables (la scientia iuris), sino de la inducción a partir de la experiencia empÃrica, ilustrada por los casos concretos (la iuris prudentia), mediante challenge and answer, trial and error.          Â
En esto radica toda la diferencia entre el Estado de derecho continental y el rule o f law británico. El rule o f law -como se ha podido decir- se orienta originariamente por la dialéctica del proceso judicial, aun cuando se desarrolle en el Parlamento; la idea del Rechtsstaat, en cambio, se reconduce a un soberano que decide unilateralmente. Para el rule o f law, el desarrollo del derecho es un proceso inacabado, históricamente siempre abierto. El Rechtsstaat, por cuanto concebido desde un punto de vista iusnaturalista, tiene en mente un derecho universal y atemporal. Para el rule of law, el derecho se origina a partir de experiencias sociales concretas. Según el Rechtsstaat, por el contrario, el derecho tiene la forma de un sistema en el que a partir de premisas se extraen consecuencias, ex principüs derivationes. Para el rule of law, el estÃmulo para el desarrollo del derecho proviene de la constatación de la insuficiencia del derecho existente, es decir, de la prueba de su injusticia en el caso concreto. La concepción del derecho que subyace al Rechtsstaat tiene su punto de partida en el ideal de justicia abstracta. La preocupación por la injusticia da concreción y vida al rule of law. La tenÂdencia a la justicia aleja al Estado de derecho de los casos.Â
Estas contraposiciones reflejan los modelos iniciales, pero han cambiaÂdo muchas cosas al hilo de una cierta convergencia entre los dos sistemas.Â
Desde el siglo pasado, el rule of law se ha transformado en la sovereignity of Parliamentó, lo que indudablemente ha aumentado el peso del derecho legislativo, aunque sin llegar a suplantar al common law, como testimonia el hecho de que en Gran Bretaña no existan códigos, en el sentido continenÂtal. Pues bien, aunque hoy en dÃa ya no sea posible formular contraposicioÂnes tan claras como las que se acaban de señalar, éstas sirven para esclarecer los caracteres originarios del Estado de derecho continental y mostrar la existencia de alternativas basadas en concepciones no absolutistas de la ley. Más adelante veremos cómo estas referencias pueden hablar un lenguaje que el Estado constitucional, en ciertos aspectos, ha actualizado.
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3. Libertad de los ciudadanos, vinculación de la Administración: el significado liberal del principio de legalidad
El principio de legalidad se expresaba de manera distinta según se tratase de la posición que los ciudadanos asumÃan frente al mandato legislativo o de la posición que la Administración asumÃa frente a dicho mandato.Â
La sumisión de la Administración a la ley se afirmaba con carácter geneÂral, pero eran varias las formulaciones de esta sumisión y de significado no coincidente. No era lo mismo decir que la Administración debÃa estar sujeta y, por tanto, predeterminada por la ley o, simplemente, delimitada por ella». En el primer caso, prevalente en el «monismo» parlamentario francés donde sólo la Asamblea representaba originariamente a la Nación y todos los demás órganos eran simples «autoridades» derivadas», la ausencia de leyes -leyes que atribuyesen potestades a la Administración- significaba para ésta la imposibilidad de actuar; en el segundo, extendido en Alemania y en las constituciones «dualistas» de la Restauración, la ausencia de leyes -leÂyes que delimitasen las potestades de la Administración comportaba, en lÃnea de principio, la posibilidad de perseguir libremente sus propios fines. La «ley previa», como garantÃa contra la arbitrariedad, era aquà tan sólo una recomendación válida «en la medida en que fuese posible», no un princiÂpio inderogable.Â
Según la primera y más rigurosa concepción del principio de legalidad, el poder ejecutivo, carente de potestades originarias, dependÃa ÃntegramenÂte de la ley, que -como «por medio de un cuentagotas»31– le atribuÃa cada potestad singular. La capacidad de actuar del ejecutivo dependÃa de leyes de autorización y sólo era válida dentro de los lÃmites de dicha autorización. La segunda concepción, por el contrario, atribuÃa al ejecutivo la titularidad originaria de potestades para la protección de los intereses del Estado, circunscribiéndola solamente desde fuera por medio de leyes limitadoras.
En cualquier caso, sin embargo, se coincidÃa al menos en un punto, sin lo cual se habrÃa contradicho irremediablemente la esencia del Estado libeÂral de derecho. Aun cuando se sostuviese la existencia de potestades autóÂnomas del ejecutivo para la protección de los intereses unitarios del Estado, eso sólo podÃa valer en la medida en que no se produjeran contradicciones con las exigencias de protección de los derechos de los particulares, la liberÂtad y la propiedad. Según una regla básica del Estado de derecho, las reguÂlaciones referentes a este delicado aspecto de las relaciones entre Estado y sociedad eran objeto de una «reserva de ley» que excluÃa la acción indepenÂdiente de la Administración. La tarea tÃpica de la ley consistÃa, por consiÂguiente, en disciplinar los puntos de colisión entre intereses públicos e inteÂreses particulares mediante la valoración respectiva del poder público y de los derechos particulares, de la autoridad y de la libertad.Â
Ahora bien, es caracterÃstico del Estado liberal de derecho el modo en que se establecÃa la lÃnea de separación entre Estado y ciudadanos. Según tal modelo, la posición de la Administración frente a la ley se diferenciaba esencialmente de la de los particulares.Â
La ley, de cara a la protección de los derechos de los particulares, no establecÃa lo que la Administración no podÃa hacer, sino, por el contrario, lo que podÃa. De este modo, los poderes de la Administración, en caso de colisión con los derechos de los particulares, no se concebÃan como expreÂsión de autonomÃa, sino que se configuraban normalmente como ejecución de autorizaciones legislativas.
No habrÃa podido decirse lo mismo de los particulares, para quienes regÃa justamente lo contrario: el principio de autonomÃa, mientras no se traspasara el lÃmite de la ley. Aquà la ley no era una norma que debiera ser ejecutada, sino simplemente respetada como lÃmite «externo» de la «autoÂnomÃa contractual» o, como también se decÃa, del «señorÃo de la voluntad» individual. Era asà diferente el sentido de la ley en cada caso: subordinación de la función administrativa, de cara a la protección del interés público preestablecido legislativamente; simple regulación y limitación de la autoÂnomÃa individual, en defensa del interés individual.Â
Esta distinta posición frente a la ley, que diferenciaba a la AdministraÂción pública de los sujetos privados, era la consecuencia de asumir, junto al principio de legalidad, el principio de libertad como pilar del Estado de derecho decimonónico. La protección de la libertad exigÃa que las intervenÂciones de la autoridad se admitiesen sólo como excepción, es decir, sólo cuando viniesen previstas en la ley. Por eso, para los órganos del Estado, a los que no se les reconocÃa ninguna autonomÃa originaria, todo lo que no estaba permitido estaba prohibido; para los particulares, cuya autonomÃa, por el contrario, era reconocida como regla, todo lo que no estaba prohibiÂdo estaba permitido. La ausencia de leyes era un impedimento para la acÂción de los órganos del Estado que afectara a los derechos de los ciudadaÂnos; suponÃa, en cambio, una implÃcita autorización para la acción de los particulares. Como acertadamente se ha dicho33, libertad del particular en lÃnea de principio, poder limitado del Estado en lÃnea de principio.
Estas afirmaciones no son más que un modo de expresar los principios fundamentales de toda Constitución auténticamente liberal, de todo Estado liberal de derecho: la libertad de los ciudadanos (en ausencia de leyes) como regla, la autoridad del Estado (en presencia de leyes) como excepción». Tales principios constituyen la inversión de los principios del «Estado de policÃa», fundado no sobre la libertad, sino sobre el «paternalismo» del EstaÂdo, donde, en general, la acción de los particulares se admitÃa sólo mediante autorización de la Administración, previa valoración de su adecuación al interés público. En el Estado de policÃa, una sociedad de menores; en el Estado liberal, una sociedad de adultos.Â
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4. La ley como norma general y abstractaÂ
La generalidad es la esencia de la ley en el Estado de derecho. En efecto, el hecho de que la norma legislativa opere frente a todos los sujetos de dereÂcho, sin distinción, está necesariamente conectado con algunos postulados fundamentales del Estado de derecho, como la moderación del poder, la separación de poderes y la igualdad ante la ley.
El Estado de derecho es enemigo de los excesos, es decir, del uso «no regulado» del poder. La generalidad de la ley comporta una «normatividad media», esto es, hecha para todos, lo que naturalmente contiene una garanÂtÃa contra un uso desbocado del propio poder legislativo.Â
La generalidad es además la premisa para la realización del importante principio de la separación de poderes. Si las leyes pudiesen dirigirse a los sujetos considerados individualmente sustituirÃan a los actos de la Administración y a las sentencias de los jueces. El legislador concentrarÃa en sà todos los poderes del Estado. Si el derecho constitucional de la época liberal huÂbiese permitido este desenlace, toda la lucha del Estado de derecho contra el absolutismo del monarca habrÃa tenido como resultado que la arbitrarieÂdad del monarca fuese reemplazada por la arbitrariedad de una Asamblea, y dentro de ésa por la de quienes hubiesen constituido la mayorÃa polÃtica.Â
La generalidad de la ley era, en fin, garantÃa de la imparcialidad del Estado respecto a los componentes sociales, asà como de su igualdad jurÃdiÂca. En todas las Cartas constitucionales liberales del siglo XIX está recogido el importante principio de la igualdad ante la ley como defensa frente a los «privilegios» (etimológicamente: leges privatae) tÃpicos de la sociedad preliberal del Antiguo régimen. Desde el punto de vista del Estado de dereÂcho, sólo podÃa llamarse ley a la norma intrÃnsecamente igual para todos, es decir, a la norma general.Â
Vinculada a la generalidad estaba la abstracción de las leyes, que puede definirse como «generalidad en el tiempo» y que consiste en prescripciones destinadas a valer indefinidamente y, por tanto, formuladas mediante «supuestos de hecho abstractos». La abstracción respondÃa a una exigencia de la sociedad liberal tan esencial como la generalidad: se trataba de garantizar la estabilidad del orden jurÃdico y, por consiguiente, la certeza y previsibilidad del derecho. La abstracción, en efecto, es enemiga de las leyes retroactivas, necesariamente «concretas», como también es enemiga de las leyes «a térmiÂno», es decir, destinadas a agotarse en un tiempo breve, y, en fin, es enemiga de la modificación demasiado frecuente de unas leyes por otras.
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5. La homogeneidad del derecho legislativo en el estado liberal: el ordenamiento jurÃdico como datoÂ
En el plano de la organización jurÃdica del Estado, el principio de legalidad traducÃa en términos constitucionales la hegemonÃa de la burguesÃa, que se expresaba en la Cámara representativa, y el retroceso del ejecutivo y de los jueces, que de ser poderes autónomos pasaban a estar subordinados a la ley.Â
Con respecto a la jurisdicción, se trataba de sancionar definitivamente la degradación de los cuerpos judiciales a aparatos de mera aplicación de un derecho no elaborado por ellos y la eliminación de cualquier función de contrapeso activo, del tipo de la desarrollada en el Antiguo régimen por los grandes cuerpos judiciales.Â
Por lo que se refiere al ejecutivo, poder en manos del Rey, la cuestión era más difÃcil no sólo polÃtica, sino también constitucionalmente, pues latÃa la exigencia de garantizar el llamado «privilegio de la Administración», de acuerÂdo con su naturaleza de actividad para la protección de los intereses públiÂcos. Esta función eminente de la Administración, ligada aún a lo que quedaba de la soberanÃa regia, difÃcilmente podÃa conducir a la plena asimilación de su posición a la de cualquier otro sujeto del orden jurÃdico. Desde luego, la Administración estaba subordinada a la ley, pero, dadas las premisas constiÂtucionales que derivaban de las raÃces absolutistas de los ordenamientos conÂtinentales, difÃcilmente podÃa pensarse que aquélla, como regla general, se situara en una posición de paridad con otros sujetos no públicos y entrase en contacto con ellos mediante auténticas relaciones jurÃdicas.Â
Esta consideración explica las dificultades, los lÃmites y, en todo caso, las peculiaridades que, pese a la afirmación generalizada del principio de legalidad, se presentaron durante todo el siglo XIX a propósito de la realizaÂción de dicho principio en relación con la Administración. Dificultades que alcanzaron su grado máximo cuando se trató de organizar de forma concreÂta la supremacÃa de la ley por medio de controles eficaces y externos a la propia Administración, como los judiciales.
Sin embargo, y pese a las dificultades que encontraron para afirmarse plenamente, las dos vertientes del principio de legalidad, en relación con los jueces y en relación con la Administración, aseguraban la coherencia de las manifestaciones de voluntad del Estado, en la medida en que todas venÃan uniformadas por el necesario respeto a la ley. No se planteaba, en cambio, porque aún no existÃa, la exigencia de asegurar también la coherencia del conjunto de las leyes entre sÃ. Este punto es de importancia capital.Â
Cualquier ordenamiento jurÃdico, por el hecho de ser tal y no una mera suma de reglas, decisiones y medidas dispersas y ocasionales, debe expresar una coherencia intrÃnseca; es decir, debe ser reconducible a principios y valores sustanciales unitarios. En caso contrario se ocasionarÃa una suerte de «guerra civil» en el derecho vigente, paso previo a la anarquÃa en la vida social.Â
En la época liberal la unidad sustancial de la Administración y de la jurisdicción constituÃa un problema que debÃa ser resuelto, y se resolvÃa como se acaba de decir, recurriendo al principio de legalidad. Respecto a la legislación, en cambio, no surgÃa un problema análogo de unidad y coheÂrencia. Su sistematicidad podÃa considerarse un dato, un postulado que venÃa asegurado por la tendencial unidad y homogeneidad de las orientaÂciones de fondo de la fuerza polÃtica que se expresaba a través de la ley, sobre todo porque la evolución de los sistemas constitucionales habÃa aseÂgurado la hegemonÃa de los principios polÃticos y jurÃdicos de la burguesÃa liberal.Â
La expresión jurÃdica de esta hegemonÃa era la ley, a la que, en conseÂcuencia, se le reconocÃa superioridad frente a todos los demás actos jurÃdiÂcos y también frente a los documentos constitucionales de entonces. Las Cartas constitucionales dualistas de la Restauración venÃan degradadas, por lo general mediante avatares poco claros desde el punto de vista jurÃdico pero bastante explÃcitos desde el punto de vista polÃtico-social, a «constituÂciones flexibles», esto es, susceptibles de ser modificadas legislativamente. Como se pudo afirmar, aquellas constituciones -es decir, los compromisos entre monarquÃa y burguesÃa, aunque previstos como «perpetuos e irrevocables» y sin un procedimiento de revisión- debÃan considerarse para la burguesÃa (y sólo para ésta) un punto de partida y no de llegada.PermaÂnecÃa, pues, un elemento de intangibilidad, pero éste sólo operaba en una dirección, contra el «retorno» a las concepciones absolutistas, sin que huÂbiera podido impedir que la ley de la burguesÃa «avanzase».Â
Asà pues, las leyes, al ocupar la posición más alta, no tenÃan por encima ninguna regla jurÃdica que sirviese para establecer lÃmites, para poner orÂden. Pero no habÃa necesidad de ello. JurÃdicamente la ley lo podÃa todo, porque estaba materialmente vinculada a un contexto polÃtico-social e ideal definido y homogéneo. En él se contenÃan las razones de los lÃmites y del orden, sin necesidad de prever ninguna medida jurÃdica para asegurarlos. El derecho entra en acción para suplir la carencia de una ordenación expresaÂda directamente por la sociedad, y no era éste el caso. Una sociedad polÃtica «monista» o «monoclase», como era la sociedad liberal del siglo pasado, incorporaba en sà las reglas de su propio orden.Â
Naturalmente, las consideraciones precedentes no son más que una drásÂtica esquematización y simplificación de acontecimientos bastante diferenÂtes que se desarrollaron con caracterÃsticas y ritmos desiguales en los distinÂtos paÃses de la Europa continental. No obstante, en general puede constatarse un movimiento unÃvoco de las fuerzas que animaban la legislación. Las fuerÂzas antagonistas, en lo esencial, aparecÃan neutralizadas y no encontraban expresión en la ley. El proletariado y sus movimientos polÃticos eran manteÂnidos alejados del Estado mediante la limitación del derecho de voto. El catolicismo -única fuerza religiosa que habrÃa podido plantear conflictos cuando no venÃa integrado en el derecho común permanecÃa al margen del mismo, bien a consecuencia de una autoexclusión, como en Italia, bien deÂbido a la polÃtica concordataria que le reconocÃa un espacio separado del resto del ordenamiento, de manera que asà no comprometÃa la homogeneidad de la «legislación civil».Â
En este panorama, el monopolio polÃtico-legislativo de una clase social relativamente homogénea determinaba por sà mismo las condiciones de la unidad de la legislación. Su coherencia venÃa asegurada fundamentalmente por la coherencia de la fuerza polÃtica que la expresaba, sin necesidad de instrumentos constitucionales ad hoc. Dicha coherencia era un presupuesto que la ciencia jurÃdica podÃa considerar como rasgo lógico del ordenamiento42, sólidamente construido sobre la base de algunos principios y valores esenÂciales y no discutidos en el seno de la clase polÃtica: los principios y valores del Estado nacional-liberal.Â
Estos principios del ordenamiento, es decir, su propia unidad, nacÃan, pues, de una unidad presupuesta que, al ser fundamental, tampoco tenÃa que ser expresada formalmente en textos jurÃdicos. Sobre la base de esta premisa, la ciencia del derecho podÃa mantener que las concretas disposiÂciones legislativas no eran más que partÃculas constitutivas de un edificio jurÃdico coherente y que, por tanto, el intérprete podÃa recabar de ellas, inductivamente o mediante una operación intelectiva, las estructuras que lo sustentaban, es decir, sus principios. Este es el fundamento de la interpretaÂción sistemática y de la analogÃa, dos métodos de interpretación que, en presencia de una laguna, es decir, de falta de una disposición expresa para resolver una controversia jurÃdica, permitÃan individualizar la norma preciÂsa en coherencia con el «sistema». La sistematicidad acompañaba, por tanto, a la «plenitud» del derecho.Â
No podrÃamos comprender esta concepción en su significado pleno si pensáramos «en la ley» como «en las leyes» que conocemos hoy, numerosas, cambiantes, fragmentarias, contradictorias, ocasionales. La ley por excelenÂcia era entonces el código, cuyo modelo histórico durante todo el siglo XIX estarÃa representado por el Código civil napoleónico. En los códigos se enÂcontraban reunidas y exaltadas todas las caracterÃsticas de la ley. ResumáÂmoslas: la voluntad positiva del legislador, capaz de imponerse indiferenÂciadamente en todo el territorio del Estado y que se enderezaba a la realización de un proyecto jurÃdico basado en la razón (la razón de la burguesÃa liberal, asumida como punto de partida); el carácter deductivo del desarrollo de las normas, ex principiis derivationes; la generalidad y la absÂtracción, la sistematicidad y la plenitud.Â
En verdad, el código es la obra que representa toda una época del dereÂcho». Parecidas caracterÃsticas tenÃan también las otras grandes leyes que, en las materias administrativas, constituÃan la estructura de la organización de los Estados nacionales.Â
No es que los regÃmenes liberales no conocieran otro derecho aparte de éste. Sobre todo en relación con los grupos sociales marginados, las constiÂtuciones flexibles permitÃan intervenciones de excepción (estado de sitio, bandos militares, leyes excepcionales, etc.) para contener la protesta polÃtica y salvaguardar asà la homogeneidad sustancial del régimen constitucional liÂberal. Pero tales intervenciones, consistentes en medidas ad hoc, irreconducibles a los principios, temporales y concretas en contradicción, por tanto, con los caracteres esenciales de la ley, según los cánones jurÃdicos liberales Âeran consideradas como algo ajeno al ordenamiento, como actos episódicos incapaces de contradecir la homogeneidad básica que lo inspiraba.
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6. Positivismo jurÃdico y Estado de derecho legislativo
La concepción del derecho propia del Estado de derecho, del principio de legalidad y del concepto de ley del que hemos hablado era el «positivismo jurÃdico» como ciencia de la legislación positiva. La idea expresada por esta fórmula presupone una situación histórico-concreta: la concentración de la producción jurÃdica en una sola instancia constitucional, la instancia legislaÂtiva. Su significado supone una reducción de todo lo que pertenece al munÂdo del derecho -esto es, los derechos y la justicia- a lo dispuesto por la ley. Esta simplificación lleva a concebir la actividad de los juristas como un mero servicio a la ley, si no incluso como su simple exégesis, es decir, conÂduce a la pura y simple búsqueda de la voluntad del legislador.
Una «ciencia del derecho» reducida a esto no habrÃa podido reivindiÂcar ningún valor autónomo. Era, pues, apropiada la afirmación despectiÂva: tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteÂras en basura.Â
Pero esta vocación de la ciencia del derecho es la que ha sido mantenida por el positivismo acrÃtico en el curso del siglo XIX -aun cuando existe distancia entre esta representación de la realidad y la realidad misma- y  todavÃa hoy suele estar presente, como un residuo, en la opinión que, por lo general inconscientemente, tienen de sà mismos los juristas prácticos (sobre todo los jueces). Pero es un residuo que sólo se explica por la fuerza de la tradición. El Estado constitucional está en contradicción con esta inercia mental.Â
7. El Estado constitucional
Quien examine el derecho de nuestro tiempo seguro que no consigue desÂcubrir en él los caracteres que constituÃan los postulados del Estado de dereÂcho legislativo. La importancia de la transformación debe inducir a pensar en un auténtico cambio genético, más que en una desviación momentánea en espera y con la esperanza de una restauración.Â
La respuesta a los grandes y graves problemas de los que tal cambio es consecuencia, y al mismo tiempo causa, está contenida en la fórmula del «Estado constitucional». La novedad que la misma contiene es capital y afecta a la posición de la ley. La ley, por primera vez en la época moderna, viene sometida a una relación de adecuación, y por tanto de subordinación, a un estrato más alto de derecho establecido por la Constitución. De por sÃ, esta innovación podrÃa presentarse, y de hecho se ha presentado, como una simÂple continuación de los principios del Estado de derecho que lleva hasta sus últimas consecuencias el programa de la completa sujeción al derecho de todas las funciones ordinarias del Estado, incluida la legislativa (a excepÂción, por tanto, sólo de la función constituyente). Con ello, podrÃa decirse, se realiza de la forma más completa posible el principio del gobierno de las leyes, en lugar del gobierno de los hombres, principio frecuentemente conÂsiderado como una de las bases ideológicas que fundamentan el Estado de derecho. Sin embargo, si de las afirmaciones genéricas se pasa a comparar los caracteres concretos del Estado de derecho decimonónico con los del Estado constitucional actual, se advierte que, más que de una continuación, se trata de una profunda transformación que incluso afecta necesariamente a la concepción del derecho.
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8. La ley, la Administración y los ciudadanosÂ
En la actualidad, ya no vale como antes la distinción entre la posición de los particulares y la de la Administración frente a la ley. Hoy serÃa problemático proponer de nuevo con carácter general la doble regla que constituÃa el sentido del principio de legalidad: libertad del particular en lÃnea de princiÂpio, poder limitado del Estado en lÃnea de principio. Esta regla está ya erosionada en ambas direcciones, en relación con los particulares y con la Administración.Â
La crisis de la vinculación de la Administración a la ley previa deriva de la superación, por parte del aparato del Estado, de su función prevalenteÂmente «garantizadora» -es decir, de su función de garantÃa concreta de las reglas jurÃdicas generales y abstractas mediante actos aplicativos individuaÂles y concretos (prohibiciones, autorizaciones, habilitaciones, decisiones, etc.)- y de la asunción de tareas de gestión directa de grandes intereses públicos. La realización de estas tareas de gestión requiere la existencia de grandes aparatos organizativos que actúan necesariamente según su propia lógica, determinada por reglas empresariales de eficiencia, exigencias objeÂtivas de funcionamiento, intereses sindicales de los empleados (por no haÂblar de las reglas informales, pero no por ello inexistentes, impuestas por el patronazgo de los partidos polÃticos). Este conjunto de reglas es expresión de una lógica intrÃnseca a la organización y refractaria a una normativa externa. He aquà un importante factor de crisis del principio tradicional de legalidad.Â
Quienquiera que reflexione sobre su propia experiencia con las grandes organizaciones públicas dedicadas a la gestión de intereses públicos, como por ejemplo la sanidad o la enseñanza, seguro que podrá ofrecer muchos ejemplos de la fuerza ineluctable de la que podrÃamos llamar la concreta «legislatividad de la organización». Frente a ella, el principio de legalidad, es decir, la predeterminación legislativa de la actuación administrativa, está fatalmente destinado a retroceder.Â
Incluso la realización de tareas administrativas orientadas a la protecÂción de derechos -piénsese de nuevo en el sector de la sanidad y la enseÂñanza- puede comportar a menudo restricciones que no están predeterminadas jurÃdicamente. Ello supone un vaciamiento de la función «liberal» de la ley, como regla que disciplina la colisión entre autoridad y libertad.Â
Se afirma asà un principio de autonomÃa funcional de la Administración que, en el ámbito de leyes que simplemente indican tareas, restablece situaÂciones de supremacÃa necesarias para el desempeño de las mismas, atribuyenÂdo implÃcitamente, en cada caso, las potestades que se precisan para su realiÂzación». En estos supuestos no podrÃa hablarse, salvo a costa de un malentedido, de mera ejecución de la ley. En presencia de objetivos sustanciales de amplio alcance, indicados necesariamente mediante formulaciones genéricas y cuya realización supone una cantidad y variedad de valoraciones operativas que no pueden ser previstas, la ley se limita a identificar a la autoÂridad pública y a facultarla para actuar en pro de un fin de interés público. Para todo lo demás, la Administración actúa haciendo uso de una especÃfica autonomÃa instrumental, cuyos lÃmites, en relación con el respeto a las posiÂciones subjetivas de terceros, resultan fundamentalmente imprecisos.Â
En estos casos, en efecto, es propio de la Administración, y no de la ley, «individualizar el área sobre la que debe desplegar sus efectos en el momenÂto en que la aplica»S1. Por tanto, corresponderá también a la Administración establecer la lÃnea de separación entre su autoridad y la libertad de los sujeÂtos. Esto es particularmente evidente (y necesario) en los ya numerosÃsimos casos en que se confieren a las administraciones funciones a mitad de camiÂno entre la acción y la regulación: las funciones de planificación. Dichas funciones inciden normalmente en el ámbito de la actividad económica: precisamente un ámbito «privilegiado» de la tutela legislativa de los particuÂlares, según la concepción de la legalidad caracterÃstica del siglo XIX.Â
En segundo lugar, se produce también una pérdida de la posición origiÂnaria de los particulares frente a la ley en numerosos sectores del derecho que ya no se inspiran en la premisa liberal de la autonomÃa como regla y del lÃmite legislativo como excepción.Â
No es sólo que la ley intervenga para orientar, esto es -como suele decirse- para enderezar la libertad individual a fines colectivos (como en el caso de la propiedad y la iniciativa económica), autorizando a la AdministraÂción a poner en marcha medidas «conformadoras» de la autonomÃa privada. Es que además, en determinados sectores particularmente relevantes por la connotación «social» del Estado contemporáneo, se niega el principio de la libertad general salvo disposición legislativa en contrario. En su lugar se estaÂblecen prohibiciones generales como presupuesto de normas o medidas parÂticulares que eventualmente las remuevan en situaciones especÃficas y a meÂnudo tras el pago de sumas en concepto de tÃtulos diversos. Piénsese en las actividades relacionadas con la utilización de bienes escasos de interés colecÂtivo, y por ello particularmente «preciosos» (el suelo, los bienes ambientales en general). La tendencia es a considerarlas prohibidas en general, salvo autoÂrización cuando sean compatibles con el interés público, situación que deberá ser valorada por la Administración en cada caso, y mediante pago por el particular de sumas equivalentes a la incidencia sobre la colectividad de la utilización privada del bien.Â
Presumiblemente, en una lógica no muy distinta está también destinada a inspirarse -en los casos en que el derecho consiga establecer su primaÂcÃa- la regulación jurÃdica de la aplicación de la tecnologÃa a otro bien «precioso» para la sociedad, la vida. Todo lo relacionado con las intervenÂciones artificiales sobre la vida humana (genética, reproducción, extracción y trasplante de órganos, interrupción voluntaria del embarazo, suicidio y eutanasia) está regulado, y aún lo estará más, mediante prohibiciones geneÂrales, salvo las excepciones establecidas positivamente. De este modo, frenÂte a los peligros de una libertad sin responsabilidad, resurge la llamada a un «paternalismo» del Estado del que quizás no pueda prescindirse en asuntos como éstos.Â
Por ello, hoy ya no es posible razonar en general partiendo de las premiÂsas del principio de legalidad decimonónico. El significado que debe atriÂbuirse a la ausencia de leyes es una cuestión que habrá de resolverse depenÂdiendo de los distintos sectores del ordenamiento jurÃdico, en algunos de los cuales se podrá mantener la existencia de normas generales implÃcitas de libertad, mientras que en otros deberá reconocerse si acaso la existencia, por asà decirlo, de normas generales prohibitivas. La regla liberal clásica, según la cual las actividades privadas siempre son lÃcitas si no vienen expreÂsamente prohibidas por la ley, invierte su sentido en algunos supuestos y, en cualquier caso, ya no puede ser afirmada con carácter general.Â
Hoy dÃa ya no se mantienen los caracteres liberales de la ley, concebida como lÃmite a la situación de libertad «natural» presupuesta en favor de los particulares. Separada de este contexto general de referencia, en el que actuaÂba estableciendo los lÃmites entre dos ámbitos perfectamente distinguibles, el de la autoridad pública y el de la libertad privada, la ley ha perdido el sentido de la orientación, haciéndose temible por lo imprevisible de su dirección.
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9. La reducción de la generalidad y abstracción de las leyesÂ
A la confusión en la relación autoridad pública-libertad privada se añade el deterioro de las caracterÃsticas de generalidad y abstracción de la ley como norma jurÃdica.
La época actual viene marcada por la «pulverización» del derecho legislaÂtivo, ocasionada por la multiplicación de leyes de carácter sectorial y tempoÂral, es decir, «de reducida generalidad o de bajo grado de abstracción», hasta el extremo de las leyes-medida y las meramente retroactivas, en las que no existe una intención «regulativa» en sentido propio: en lugar de normas, medidas.Â
Sintéticamente, las razones de la actual desaparición de las caracterÃstiÂcas «clásicas» de la ley pueden buscarse sobre todo en los caracteres de nuestra sociedad, condicionada por una amplia diversificación de grupos y estratos sociales que participan en el «mercado de las leyes».Â
Dichos grupos dan lugar a una acentuada diferenciación de tratamienÂtos normativos, sea como implicación empÃrica del principio de igualdad del llamado «Estado social» (para cada situación una disciplina adecuada a sus particularidades), sea como consecuencia de la presión que los intereses corporativos ejercen sobre el legislador. De ahà la explosión de legislaciones sectoriales, con la consiguiente crisis del principio de generalidad.Â
La creciente vitalidad de tales grupos determina además situaciones soÂciales en cada vez más rápida transformación que requieren normas jurÃdiÂcas ad hoc, adecuadas a las necesidades y destinadas a perder rápidamente su sentido y a ser sustituidas cuando surjan nuevas necesidades. De ahÃ, la crisis del principio de abstracción.Â
A estas explicaciones debe añadirse aún la cada vez más marcada «contractualización» de los contenidos de la ley. El acto de creación de dereÂcho legislativo es la conclusión de un proceso polÃtico en el que participan numerosos sujetos sociales particulares (grupos de presión, sindicatos, partiÂdos). El resultado de este proceso plural está, por su naturaleza, marcado por el rasgo de la ocasionalidad. Cada uno de los actores sociales, cuando cree haber alcanzado fuerza suficiente para orientar en su propio favor los térmiÂnos del acuerdo, busca la aprobación de nuevas leyes que sancionen la nueva relación de fuerzas. Y esta ocasionalidad es la perfecta contradicción de la generalidad y abstracción de las leyes, ligadas a una cierta visión racional del derecho impermeable al puro juego de las relaciones de fuerza.Â
En estas circunstancias, se reduce notablemente la aspiración de la ley a convertirse en factor de ordenación. Más bien expresa un desorden al que intenta, a lo sumo, poner remedio ex post factum.
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10. La heterogeneidad del derecho en el Estado constitucional: el ordenamiento jurÃdico como problemaÂ
A la pulverización de la ley se añade la heterogeneidad de sus contenidos. El pluralismo de las fuerzas polÃticas y sociales en liza, admitidas todas a la competición para que puedan afirmar sus pretensiones en las estructuras del Estado democrático y pluralista, conduce a la heterogeneidad de los valores e intereses expresados en las leyes.Â
La ley -en este punto de su historia- ya no es la expresión «pacÃfica» de una sociedad polÃtica internamente coherente, sino que es manifestación e instrumento de competición y enfrentamiento social; no es el final, sino la continuación de un conflicto; no es un acto impersonal, general y abstracto, expresión de intereses objetivos, coherentes, racionalmente justificables y generalizables, es decir, si se quiere, «constitucionales», del ordenamiento. Es, por el contrario, un acto personalizado (en el sentido de que proviene de grupos, identificables de personas y está dirigido a otros grupos igualÂmente identificables) que persigue intereses particulares.Â
La ley, en suma, ya no es garantÃa absoluta y última de estabilidad, sino que ella misma se convierte en instrumento y causa de inestabilidad. Las consecuencias de la ocasionalidad de las coaliciones de intereses que ella expresa se multiplican, a su vez, en razón del número progresivamente creÂciente de intervenciones legislativas requeridas por las nuevas situaciones constitucionales materiales. El acceso al Estado de numerosas y heterogéneas fuerzas que reclaman protección mediante el derecho exige continuaÂmente nuevas reglas e intervenciones jurÃdicas que cada vez extienden más la presencia de la ley a sectores anteriormente abandonados a la regulación autónoma de los mecanismos sociales espontáneos, como el orden econóÂmico, o dejados a la libre iniciativa individual, como era la beneficencia, hoy respaldada o sustituida por la intervención pública en la asistencia y en la seguridad social. En estos campos, en los que las leyes actúan sobre todo como medidas de apoyo a este o aquel sujeto social y vienen determinadas más por cambiantes relaciones de fuerza que por diseños generales y coheÂrentes, la inestabilidad es máxima y se hace acuciante la exigencia de protecÂción frente a la ocasionalidad de los acuerdos particulares que impulsan la legislación.Â
La amplia «contractualización» de la ley, de la que ya se ha hablado, da lugar a una situación en la que la mayorÃa legislativa polÃtica es sustituida, cada vez con más frecuencia, por cambiantes coaliciones legislativas de inteÂreses que operan mediante sistemas de do ut des.Â
La consecuencia es el carácter cada vez más compromisorio del producÂto legislativo, tanto más en la medida en que la negociación se extienda a fuerzas numerosas y con intereses heterogéneos., Las leyes pactadas, para poder conseguir el acuerdo polÃtico y social al que aspiran, son contradictoÂrias, caóticas, oscuras y, sobre todo, expresan la idea de que -para conseÂguir el acuerdo- todo es susceptible de transacción entre las partes, incluso los más altos valores, los derechos más intangibles.Â
Además de ser consecuencia del pluralismo polÃtico-social que se maniÂfiesta en la ley del Parlamento, los ordenamientos actuales también son el resultado de una multiplicidad de fuentes que es, a su vez, expresión de una pluralidad de ordenamientos «menores» que viven a la sombra del estatal y que no siempre aceptan pacÃficamente una posición de segundo plano53. A este respecto, se ha hablado de «gobiernos particulares» o «gobiernos privaÂdos» que constituyen ordenamientos jurÃdicos sectoriales o territoriales.
De tales ordenamientos, algunos pueden considerarse enemigos del esÂtatal y ser combatidos por ello, pero otros pueden ser aceptados para conÂcurrir con las normas estatales en la formación de un ordenamiento de comÂposición plural. De este modo, la estatalidad del derecho, que era una premisa esencial del positivismo jurÃdico del siglo pasado, es puesta en tela de juicio y la ley se retrae con frecuencia para dejar sectores enteros a regulaciones de origen diverso, provenientes bien de sujetos públicos locales, en conformiÂdad con la descentralización polÃtica y jurÃdica que marca de forma caracteÂrÃstica la estructura de los Estados actuales, bien de la autonomÃa de sujetos sociales colectivos, como los sindicatos de trabajadores, las asociaciones de empresarios y las asociaciones profesionales. Tales nuevas fuentes del dereÂcho, desconocidas en el monismo parlamentario del siglo pasado, expresan autonomÃas que no pueden insertarse en un único y centralizado proceso normativo. La concurrencia de fuentes, que ha sustituido al monopolio leÂgislativo del siglo pasado, constituye asà otro motivo de dificultad para la vida del derecho como ordenamiento.Â
Según lo que se acaba de describir, hoy debe descartarse completamente la idea de que las leyes y las otras fuentes, consideradas en su conjunto, constituyan de por sà un ordenamiento -como podÃa suceder en el siglo pasado-. La crisis de la idea de código es la manifestación más clara de este cambio. En estas condiciones, la exigencia de una reconducción a uniÂdad debe tener en cuenta la crisis del principio de legalidad, determinada por la acentuada pérdida de sentido, pulverización e incoherencia de la ley y de las otras fuentes del derecho.
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11. La función unificadora de la Constitución. El principio de constitucionalidad
No debe pensarse que la inagotable fragua que produce una sobreabundancia de leyes y otras normas sea una perversión transitoria de la concepción del derecho, pues responde a una situación estructural de las sociedades actuales. El siglo xx ha sido definido como el del «legislador motorizado» en todos los sectores del ordenamiento jurÃdico, sin exclusión de ninguno. Como conseÂcuencia, el derecho se ha «mecanizado» y «tecnificado». Las Constituciones contemporáneas intentan poner remedio a estos efectos destructivos del orÂden jurÃdico mediante la previsión de un derecho más alto, dotado de fuerza obligatoria incluso para el legislador. El objetivo es condicionar y, por tanto, contener, orientándolos, los desarrollos contradictorios de la producción del derecho, generados por la heterogeneidad y ocasionalidad de las presiones sociales que se ejercen sobre el mismo. La premisa para que esta operación pueda tener éxito es el restablecimiento de una noción de derecho más proÂfunda que aquélla a la que el positivismo legislativo lo ha reducido.
Como la unidad del ordenamiento ya no es un dato del que pueda simÂplemente tomarse nota, sino que se ha convertido en un difÃcil problema, la antigua exigencia de someter la actividad del ejecutivo y de los jueces a reglas generales y estables se extiende hasta alcanzar a la propia actividad del legislador. He aquÃ, entonces, la oportunidad de cifrar dicha unidad en un conjunto de principios y valores constitucionales superiores sobre los que, a pesar de todo, existe un consenso social suficientemente amplio. El pluralismo no degenera en anarquÃa normativa siempre que, pese a la difeÂrencia de estrategias particulares de los grupos sociales, haya una converÂgencia general sobre algunos aspectos estructurales de la convivencia polÃtiÂca y social que puedan, asÃ, quedar fuera de toda discusión y ser consagrados en un texto indisponible para los ocasionales señores de la ley y de las fuenÂtes concurrentes con ella.Â
La ley, un tiempo medida exclusiva de todas las cosas en el campo del derecho, cede asà el paso a la Constitución y se convierte ella misma en objeto de medición. Es destronada en favor de una instancia más alta. Y esta instancia más alta asume ahora la importantÃsima función de mantener uniÂdas y en paz sociedades enteras divididas en su interior y concurrenciales. Una función inexistente en otro tiempo, cuando la sociedad polÃtica estaba, y se presuponÃa que era en sà misma, unida y pacÃfica. En la nueva situación, el principio de constitucionalidad es el que debe asegurar la consecución de este objetivo de unidad.Â
12. Rasgos de la unificación del derecho en el Estado constitucionalÂ
Con esto, sin embargo, el tema del derecho en el Estado constitucional apenas queda esbozado, pues la cuestión que se trata de abordar hace refeÂrencia a la naturaleza de esta unificación. Si pensásemos, mediante una transposición del viejo orden conceptual, en una mecánica unificación de arriba hacia abajo, por medio de una fuerza jurÃdica jerárquicamente supeÂrior que se desarrolla unilateral y deductivamente a partir de la ConstituÂción, invadiendo todas las demás y subordinadas manifestaciones del dereÂcho, andarÃamos completamente errados. EstarÃamos proponiendo de nuevo un esquema que simplemente sustituye la soberanÃa concreta del soberano (un monarca o una asamblea parlamentaria), que se expresaba en la ley, por una soberanÃa abstracta de la Constitución. Pero semejante sustitución no es posible56 y nos conducirÃa a un mal entendimiento de los caracteres del EstaÂdo constitucional actual.Â
En primer lugar, lo que se viene operando en éste no es en absoluto una unificación, sino una serie de divisiones, cuya composición en unidad no puede proponerse en los términos lineales con que en el pasado se realizaba la coherencia del ordenamiento bajo la ley.Â
A este respecto, podemos decir, a grandes rasgos, que lo que caracteriza al «Estado constitucional» actual es ante todo la separación entre los distinÂtos aspectos o componentes del derecho que en el Estado de derecho del siglo XIX estaban unificados «reducidos» en la ley. Para expresar cumpliÂdamente la soberanÃa histórico-polÃtica de la clase social dueña de la ley y para hacerse posible en la práctica, la «soberanÃa» de la ley debÃa suponer también la reconducción y, por tanto, la reducción a la propia ley de cualÂquier otro aspecto del derecho. En esta reconducción y reducción consistÃa propiamente -como se ha dicho- el positivismo jurÃdico, es decir, la teoÂrÃa y la práctica jurÃdica del Estado de derecho decimonónico. Si el positivismo todavÃa no ha sido abandonado ni en la teorÃa ni en la práctica jurÃdica del tiempo presente, y si los juristas continúan considerando su labor básicaÂmente como un servicio a la ley, aunque integrada con la «ley constitucioÂnal», no es porque aún pueda ser válido en la nueva situación, sino porque las ideologÃas jurÃdicas son adaptables. La supervivencia «ideológica» del positivismo jurÃdico es un ejemplo de la fuerza de inercia de las grandes concepciones jurÃdicas, que a menudo continúan operando como residuos, incluso cuando ya han perdido su razón de ser a causa del cambio de las circunstancias que originariamente las habÃan justificado.Â
Antes de pasar a considerar su modo de componerse, es preciso prestar atención a las separaciones que constituyen la novedad fundamental de los ordenamientos jurÃdicos del siglo XX y que hacen del iuspositivismo deciÂmonónico un puro y simple residuo histórico.Â
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NOTAS
1. Nótese el orden de construcción de las fórmulas compuestas Staatsrecht (supra, p. 11), y Rechtsstaat, en cada una de las cuales el significado fuerte corresponde al primero de los dos términos.
2. Indicaciones en P. Kunig, Das Rechtsstaatsprinzip, Mohr, Tübingen, 1986, cap. 1.
3. K. Eichenberger, « Gesetzgebung im Rechtsstaat», en Veroffentlichungen der Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer, W. de Gruyter, Berlin-New York, 1982, p. 8.
4. K. T. Weicker, Die letzten Gründe von Recht, Staat and Strafe (1813), reed. Scientia, Aalen, 1964, pp. 25-26 y 71 ss.
5. J. C. F. von Aretin, «Staatsrecht der konstitutionellen Monarchie» (1824), citado en E. W. Bókenfórde, Entstehung and Wandel des Rechtsstaatsbegriffs (1969), ahora en Recht, Staat, Freiheit, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1991, p. 145.
6. F. J. Stahl, Philosophie des Rechts II, Rechts- and Staatslehre auf der Grundlage christlicher Weltanschauung, parte II, libro IV (1878), reimpresión G. Olms, Hildesheim, 51963, pp. 137-138.
7. La discusión -que en Alemania implicó no sólo al ámbito de los juristas, como C. Schmitt, O. Koellreutter, J. Binder, E. R. Huber y E. Forsthoff, sino también a un cÃrculo de hombres del régimen, como J. Frank y H. Goring- fue reconstruida por F. Neumann, The Governance of the Rule of Law. An Investigation into the Relationship between the Political Theory, the Legal System and the Social Background in the Competitive Society, 1936 [trad. alemana Die Herrschaft des Gesetzes, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1980, pp. 249 ss.]. Para la discusión en Italia, cf. P. Bodda, Lo stato di diritto, Milano, 1935; E. Allorio, «L’ufficio del giurista nello Stato unitario»: Jus (1942), p. 282. Para el debate en cuestión, C. Lavagna, La dottrina nazionalsocialista del diritto e dello Stato, Giuffré, Milano, 1938, pp. 71 ss.; F. Pierandrei, I diritti subbiettivi pubblici nell’evoluzione della dottrina germanica, Giappichelli, Torino, 1940, pp. 225 ss.
Entre todas, resulta elocuente la doble posición asumida por C. Schmitt, quien en un primer moÂmento sostuvo la irreductibilidad del nuevo Estado a los principios del Rechtsstaat, considerado este último sustancialmente como un concepto del liberalismo («Nationalsozialismus and Rechtsstaat»: Juristische Wochenschrift [1934], pp. 17 ss.) y después, adecuándose al ambiente oficial, se dispuso a aceptar la tesis de la continuidad, pese a desvalorizar el significado global de la discusión mediante la reducción del «Estado de derecho» a un concepto exclusivamente formal («Was bedeutet der Streit um den «Rechtsstaat»?»: Zeitschrift für die gesamte Staatswissenschaft [1935], pp. 189 ss.). En esta segunda ocasión, se suprimÃa del concepto de Rechtsstaat cualquier connotación (o incrustación) sustancial-consÂtitucional mediante su total formalización y tecnificación.
8. M. Fioravanti, «Costituzione e Stato di diritto»: FilosofÃa polÃtica 2 (1991), pp. 325 ss.
9. AsÃ, en consonancia con su genérica desvalorización de todo concepto que no fuese exclusivaÂmente formal, H. Kelsen, TeorÃa pura del Derecho (1960), trad. de R. Vernengo, UNAM, México, 1979, p. 315; Id., Der soziologische und der juristische Staatsbegriff. Kritische Untersuchung des Verháltnisses von Staat und Recht, Mohr, Tübingen,-1928, p. 191.
10. C. Schmitt, «Was bedeutet der Streit um den «Rechtsstaat»?», cit., p. 201.
11. R. v. Mohl, Encyklopddie der Staatswissenschaften, Siebeck, Freiburg-Tübingen, 21872, p. 106. Sobre las transformaciones de las concepciones originarias del Rechtsstaat, D. Grimm, «Die deutsche Staatsrechtslehre zwischen 1750 und 1945» (1984), ahora en Recht und Staat der bürgerlichen Gesellschaft, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1987, pp. 298 ss. y E. W. Bóckenfórde, «Entstehung und Wandel des Rechtsstaatsbegriffs», cit., pp. 144 ss.
12. O. Mayer, Derecho administrativo alemán (1904), trad. de H. H. Heredia y E. Krotoschin, Depalma, Buenos Aires, 1982, vol. 1, pp. 72 ss.
13. Por ejemplo, E. W. Bóckenfórde, « Geschichtliche Entwicklung und Bedeutungswandel der Verfassung», en A. Buschmann (ed.), Festschrift für R Gmür zur 70. Geburtstag, Gieseking, Bielefeld, 1983,p. 10.
14. C. Schmitt, Legalidad y legitimidad (1932), trad. de J. DÃaz GarcÃa, Aguilar, Madrid, 1971.
15. A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), trad. D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid,1982, p. 58, cita una ilustrativa carta del 1790 de Mirabeau a Luis XVI en la que dice: «Comparad el nuevo estado de cosas con el antiguo régimen; esta comparación consuela y hace nacer la esperanza. Una parte de los actos de la Asamblea nacional, la más importante, es claramente favorable al gobierno monárquico. ¿No significa nada, pues, no tener Parlamento (el Parlamento nobiliario del AntiÂguo régimen, que controlaba los actos del rey), ni paÃses de estados, ni cuerpos del clero, de la nobleza, de los privilegiados? La idea de no formar más que una sola clase de ciudadanos le hubiese agradado a Richelieu: esta superficie completamente igual facilita el ejercicio del poder. Muchos reinados de gobierÂno absoluto no habrÃan hecho tanto por la autoridad real como este solo año de revolución».
16. Sobre las metáforas mecánicas del Estado y su significado en el ámbito de las concepciones del Estado, O. Mayr, Authority, Liberty and Automatic Machinery in Early Modere Europe (1986), trad. ¡t. La bilancia e l’orologio. Liberta e autoritá nel pensiero politico dell’Europa moderna, II Molino, Bologna, 1988. La tradición continental absolutista se reconduce a la imagen del reloj, es decir, del mecanismo capaz de funcionar sólo si el movimiento se le confiere desde el exterior, desde la fuerza que puede operar como la cuerda: al margen ya de la metáfora, la ley del Soberano. La tradición antiabsolutista británica, en cambio, se refleja en la imagen de la balanza, cuyo funcionamiento consiste en el equilibrio y se determina a través de un juego interno de acciones y reacciones que actúan por el reequilibrio. Además, B. Stollberg-Riligne, «Der absolute deutsche Fürstenstaat als Maschine», en Annali dell’Istituto storico Ãtalo-germanico in Trento, Il Molino, Bologna, 1989, pp. 99 ss.; S. Smid, «Recht und Staat als «Maschine». Zur Bedeutung einer Metapher», en Der Staat, 1988, pp. 325 ss. y F. Rigotti, Metafore della polÃtica, II Molino, Bologna, 1989, sobre todo, pp. 61 ss.
17. L. Paulson, «Teorie giuridiche e Rule of Law», en P. Comanducci y-R. Guastini (coords.), Analisi e diritto 1992, Giappichelli, Torino, 1992, pp. 251 ss.
18. D. N. MacCormick, «Der Rechtsstaatund die rule of law»: Juristenzeitung (1984), pp. 65 ss.
19. Sobre el desarrollo del rule of law en la época del conflicto entre Jacobo I y el Parlamento en las primeras décadas del siglo xvii, K. Kluxen, Geschichte und Problematik des Parlamentarismus, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1983, pp. 50 ss.
20. Sobre el significado doblemente antiabsolutista de la defensa del common law hecha por Edward Coke, tanto contra el absolutismo regio como contra el absolutismo parlamentario, K. Kluxen, op. cit.
21. R. Dreier, «Recht und Gerechtigkeit» (1982), ahora en Recht – Staat – Vernunft, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1991, pp. 24 ss. y G. Bognetti, «I diritti costituzionali nell’esperienza costituzionale»: Quaderni di Justitia (Milano) 27 (1977), p. 27, nota 4.
22. J. Habermas, Morale, diritto, politica, Einaudi, Torino, 1992, p. 70; R. Dreier, op. cit.; M. Kriele, op. cit., pp. 106 ss.
23. U. Mattei, Common Law. Il diritto anglo-americano, Utet, Torino, 1992, pp. 77 ss.
24. K. Kluxen, «Die geistesgeschichtlichen Grundlagen des englischen Parlamentarismus», en Id. (coord.), Parlamentarismus, Athenáum, Berlin,’1980, p. 103.
25. M. Kriele, Introducción ala TeorÃa del Estado (1975), trad. de E. Bulygin, Depalma, Buenos Aires, 1980, pp. 146 ss.
26. A. V. Dicey, Introduction to the Study of the Law of the Constitution, Macmillan, London, >1915, pp. XXXVI SS.
27. K. Eichenberger, Gesetzgebung ¡in Rechtsstaat, cit., p. 9.
28. Por ejemplo, R. Carré de Malberg, La lo¡, expression de la volonté générale, Sirey, Paris, 1931, pp. 17 y 29 ss.
29. O. Mayer, op. cit., vol. 1, pp. 80 y 84 (en las posteriores ediciones de esta obra, la idea de la potestad originaria del ejecutivo aún queda más puesta en evidencia, al observar que compete a éste «vivir y actuar, incluso en ausencia de una ley que dirija su acción»).
30. O. Ranelletti, Principi di diritto amministrativo, vol. 1, Pierro, Napoli, 1912, p. 143.
31. R. Carré de Malberg, op. cit., p.30.
32. La fórmula «ley en sentido material» -en contraposición a la ley en sentido meramente formal- hacÃa referencia a las normas que incidÃan sobre la libertad y los derechos individuales, y, dada la ideologÃa jurÃdica del Estado liberal de derecho, ésta era la «auténtica» tarea de la ley. Este concepto tenÃa un significado desde el punto de vista de la división de poderes constitucionales. En las constitucioÂnes dualistas, en efecto, la función de dictar normas legislativas sólo en sentido formal (referentes a la organización y a la acción del Estado, sin consecuencias directas sobre los derechos de los particulares) podÃa dejarse en manos del gobierno. Sobre el tema, P. Laband, Das Staatsrecht des deutschen Reiches, vol. II, Mohr, Freiburg i. Br., `1887, pp. 226 ss.
33. C. Schmitt, TeorÃa de la Constitución (1928), trad. y prólogo de F. Ayala con un epÃlogo de M. GarcÃa Pelayo, Alianza, Madrid, 1982.
34. El antecedente famoso de esta concepción está contenido en el artÃculo 5 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789: «La Loi n’a le droit défendre que les actions nuisibles a la société. Tout ce qui n’est pas défendu par la Loi ne peut étre contraint á faire ce qu’elle n’ordonne pas».
35. La discusión indicada en el texto volvió a cobrar actualidad a propósito del asà llamado «Estado administrativo», una continuación tardo-decimonónica de temáticas del Estado de policÃa. Se trataba de definir el significado del «silencio legislativo», del «espacio vacÃo de derecho». La doctrina liberal, en contraste con la proclive a la autoridad, sostenÃa que las intervenciones administrativas praeter legem deberÃan considerarse ilegÃtimas, en la medida en que entran en contradicción con la llamada <‘norma general exclusiva» de libertad, según la cual todo lo que no está expresamente prohibido está permitido.
Los términos de la discusión en F. Cammeo, «Della manifestazione della volonté dello Stato nel campo del diritto amministrativo», en V. E. Orlando (comp.), Primo trattato completo di diritto amministrativo italiano Ill, Societá Editrice Librarla, Milano, 1901, p. 143; D. Donati, Il problema delle lacune nell’ordinamento giuridico, Societá Editrice Libraria, Milano, 1910; O. Rannelletti, op. cit., vol. 1, pp. 279 ss. (los primeros para los principios del Estado de derecho, el último, para los del Estado adminisÂtrativo). Sobre este debate histórico, R. Guastini, «Completezza e analogia. Studi sulla teoria generale del diritto italiano del primo Novecento», en Materiali per una storia della cultura giuridica, recopilados por G. Tarello, vol. VI, 11 Mulino, Bologna, 1976, pp. 513 ss.; y M. Fioravanti, «Costituzione, amministrazione e trasformazione dello Stato», en A. Schiavone (coord.), Stato e cultura giuridica in Italia dall’Unitá alla Repubblica, Laterza, Bar¡, 1990, p. 36.
36. A partir de estos elementos, los modelos ideales de la generalidad de la ley en el siglo xix liberal se asientan en la süreté como condición de la libertad de la que habla Montesquieu (Esprit des lois, XII, 2; trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Del espÃritu de las leyes, Tecnos, Madrid, 1985) ), más que en la rousseauniana volonté générale del pueblo soberano que decide teniendo frente a sà al pueblo mismo en corps (Contrat social, II, 6; trad. de S. Masó, en Escritos de combate, Alfaguara, Madrid, 1979).
37. L. Duguit, Traité de droit constitutionel, vol. II, Fontemoing, Paris, 1923, p. 145: «la ley puede ser mala, todo lo injusta que se quiera, pero su redacción general… reduce al mÃnimo este peligro. El carácter garantista de la ley e incluso su propia razón de ser se encuentran en su carácter general».
38. C. Schmitt, TeorÃa de la Constitución, cit., p. 159.
39. La expresión «supuesto de hecho» (el término italiano es fattispecie) significa ‘representaÂción» o descripción del hecho de la vida al que la norma atribuye una cierta relevancia jurÃdica (como derecho subjetivo, ilÃcito, deber, etc.). El supuesto de hecho es abstracto cuando es indicado no en concreÂto, es decir, con referencia a circunstancias históricamente determinadas, sino con vocación de permanenÂcia. En la lengua alemana, el equivalente de «supuesto de hecho» es Tatbestand, expresión que encierra en sÃ, de modo más claro que la expresión italiana, la idea del estar, de la estabilidad, de la duración, expresada por la raÃz st de bestehen.
40. Éste es el gran tema de la «justicia en la Administración», a propósito del cual es preciso señalar la dificultad de considerar a la Administración como parte de una relación sobre la que un juez es llamado a juzgar en un procedimiento contradictorio y paritario. Queda, por lo general, un reconociÂmiento residual de la posición de autoridad de la Administración en relación con la libertad de los admiÂnistrados que lleva a la creación de sistemas de justicia administrativa diferentes de los sistemas jurisdicÂcionales comunes, en los cuales el «juez administrativo» está llamado a proteger la legalidad del acto de la Administración más bien que las pretensiones jurÃdicas subjetivas de los administrados. El modelo, a grandes rasgos, viene representado por el napoleónico Conseil d’État francés. La alternativa es la repreÂsentada por el sistema de «derecho común» vigente en Gran Bretaña, donde, en aplicación del rule of law, los administradores (civil servants) se sitúan en el mismo plano que los administrados y sus controversias se dirimen ante los tribunales de justicia ordinarios (aunque sea con algunas limitaciones): al respecto, el famoso capÃtulo XII de la parte II (del tÃtulo Rule of Law Compared with Droit administratif) de la Introduction to the Study of the Law of the Constitution, cit., pp. 213 ss., de A. V. Dicey. Para la cuestión en Italia, en el ámbito del debate europeo, B. Sordi, Giustizia e amministrazione nell’Italia liberale, Giuffré, Milano, 1985; sintéticamente, A. Romano, Premessa a Comentario breve alÃe leggi sulla giustizia amministrativa, Cedam, Padova, 1992, pp. IX ss. Puede verse un cuadro comparativo en G. F. Ferrari, «Giustizia amministrativa in diritto comparato», en Digesto IV, Discipline pubblicistische, Utet, Torino, 1991, pp. 567 ss.
41. La «doctrina» de la concepción de las Cartas octroyés como constituciones flexibles puede ser representada en Italia por el célebre artÃculo de Camillo de Cavour, aparecido en Il Risorgimento del 10 de marzo de 1848; sobre el mismo véase J. Luther, Idee e storie di giustizia costituzionale nell’Ottocento, Giappicelli, Torino, 1990, pp. 170 ss.
42. Sobre la base de este presupuesto, se sostenÃa que las concretas disposiciones legislativas podÃan considerarse como partÃculas constitutivas de un edificio coherente y que el intérprete, recurrienÂdo a los principios que sustentaban aquél, podÃa recabar, mediante una simple operación intelectiva, las normas necesarias para colmar las eventuales lagunas de tal edificio.
43. H. Coing, «Allgemeine Züge der privatrechtlichen Gesetzgebung im 19. Jahrhundert», en Id. (coord.), Handbuch der Quellen und Literatur der neueren europaischen Privatrechtsgeschichte, parte I11, Das 19. Jahrhundert, vol. I, pp. 3 ss., Beck, München, 1989, pp. 4 ss.
44. El autor de esta expresión (que se suele usar en la forma: «un plumazo del legislador y bibliotecas enteras se convierten en papel mojado») es J. H. Kirchmann, La jurisprudencia no es ciencia (1847), trad. de A. Truyol y Serra, CEC, Madrid, ‘1983. El contexto de la referida afirmación es la concepción de la jurisprudencia como un mero trabajo a partir de los defectos de la legislación positiva: «la ignorancia, la desidia, la pasión del legislador» constituyen el objeto de los estudios de los juristas. «Ni siquiera el genio se niega a ser instrumento de la sinrazón, ofreciendo para justificarla toda su ironÃa, toda su erudición. Por obra de la ley positiva, los juristas se han convertido en gusanos que sólo viven de la madera podrida; alejándose de la sana, establecen su nido en la enferma» (Ibid., p. 29). Sobre esta repreÂsentación, C. Schmitt, «Die Lage der europáischen Rechtswissenschaft (1943-1944)», ahora en Verfassungsrechtliche Aufsütze aus den Jabren 1924-1954, Duncker & Humblot, Berlin, ‘1985, p. 400.
45. Por ejemplo, A. Gambaro, «Codice civile», en Digesto IV, Discipline privatistiche, sez. civile II, Utet, Torino, 1988, pp. 450 ss.
46. En todo caso, no se trata de una realización total, imposible en cualquier visión no rigurosaÂmente iusnaturalista del derecho. El elemento «polÃtico», es decir, emanado de la concreta voluntad de los hombres, está simplemente circunscrito y relegado en lo alto, en el acto constituyente. Sobre esta probleÂmática, M. Dogliani, «Costituente (potere)», en Digesto IV, Discipline pubbliscistiche, vol. IV, Utet, Torino, 1989, pp. 281 ss.
47. Al respecto, C. Schmitt, TeorÃa de la Constitución, cit., pp. 149 ss. y N. Bobbio, «Governo degli uomini o governo delle leggi?», en Nuova antologia, 1983, pp. 135 ss. 48. Supra, pp. 27 ss.
49. Por todos, S. Fois, «Legalitá (principio di)», en Enciclopedia del diritto, Giuffré, Milano, 1973, vol. XIII, especialmente pp. 696 ss.
50. En este desarrollo, que bajo ciertos aspectos podrÃa parecer un retroceso a situaciones preliberales, encuentran explicación las numerosas peticiones a favor de declaraciones sectoriales de deÂrechos, no necesariamente legislativas (del enfermo, del estudiante, de los usuarios en general), garantizaÂdos por «Tribunales» ad hoc, ajenos a la organización judicial del Estado e insertados en la lógica de la organización a la que van referidos. Nada nuevo: frente a la reproducción de situaciones de supremacÃa administrativa se manifiesta una recuperación de las exigencias del Estado de derecho.
51. A. Predieri, Pianificazione e costituzione, Comunitá, Milano, 1963, p. 272.
52. Ibid., p. 270.
53. El fenómeno de la «pluralidad de los ordenamientos jurÃdicos» ha sido destacado y tematizado como rasgo propio del Estado contemporáneo (frente a las lamentaciones de quienes, al comienzo del siglo, simplemente veÃan en ello la crisis del Estado tout court) por S. Romano en su más célebre obra, El ordenamiento jurÃdico (1918), trad. de S. y L. MartÃn-Retortillo, IEP, Madrid, 1963. Sobre el particular, P. Biscaretti di Ruffia (coord.), Le dottrine giuridiche di oggi e l’insegnamento di Santi Romano, Giuffré, Milano, 1977 (sobre todo, N. Bobbio, «Teoria e ideologia nella dottrina di Santi Romano», pp. 25 ss. [hay versión castellana del trabajo de N. Bobbio a cargo de A. Ruiz Miguel en Contribución a la teorÃa del Derecho, F. Torres, Valencia, 1980, pp. 155 ss.]). En el mismo volumen, para la crÃtica a las visiones corrientes del Estado pluralista como modelo «estático» y la afirmación del pluralismo como fenómeno de transición de una vieja a una nueva obligación polÃtica «monista», G. Miglio, «La soluzione di un problema elegante», p. 214. La aceptación de este punto de vista conducirÃa a desvalorizar demasiado el significado de la actual estructuración pluralista de los Estados y a afianzar, en el plano teórico, su contraÂrio; es decir, la versión fuerte de la soberanÃa estatal.
54. Puesta en evidencia, en Italia, sobre todo por N. Irti, La edad de la descodificación (1986), trad. de L. Rojo Ajuria, Bosch, Barcelona, 1992.
55. C. Schmitt, «Die Lage der europáischen Rechtswissenschaft (1943-1944)», cit., pp. 404 ss. y 420.
56. AsÃ, en un marco conceptual de trazos distintos, pero análogamente inspirado, A. Baldassare, «Costituzione e teoria dei valori», en Politica del diritto, 1991, pp. 639 ss.
Muchísimas gracia querido Edwin, Sumamente interesante todo lo que mandas. Un abrazo desde Paraguay Adriana