Archive for 17 de junio de 2022

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Presentación del libro «Entre el ocaso y la fe». 20 de junio de 2022. Extracto I

17 junio, 2022

 

 

Estimados amigos:

Con miras a la presentación de nuestro libro «Entre el ocaso y la fe» (Joshua Editores, 2022, 230 pp.), el próximo 20 de junio a las 17.00 horas, incluimos un logo de presentación de la actividad.

De la misma forma, reproducimos un extracto de la novela en la mejor idea de acercar a nuestros lectores de este blog al argumento aproximado del relato.

Concluida la presentación de la obra, a cargo del Dr. Francisco Távara Córdova, ex presidente del Poder Judicial, colgaremos el libro en www.amazon.com

Saludos cordiales,

Edwin Figueroa Gutarra

 

 

II

 

13 de abril de 1578

 

Francisco miró hacia lo alto del cielo haciendo acopios de las fuerzas que aún lo acompañaban. Aquel lugar de abajo del Puente de Piedra, vecino al río y cerca de la Plaza Mayor, albergaba una multitud que, imperturbable a pesar del frío desembozado de esa mañana de invierno, se mantenía expectante ante el curso de los acontecimientos de aquel memorable proceso ante la Santa Inquisición que este día concluía, con rigurosidad espartana, con la pena máxima en contra de uno de sus más prestigiados procesados. 

El gentío era variopinto, desde los caballeros nobles y más ilustres vecinos de la comunidad, todos ellos vestidos con sus mejores galas, pasando por los hombres y mujeres de poca fortuna y sencillo vestir, hasta los numerosos indios que, sorprendidos, solo atinaban a escuchar que alguien en la ciudad capital iba a ser quemado en la hoguera. 

Una ligera brisa de viento acariciaba las mejillas de los asistentes y nadie se atrevía a moverse de su puesto de observación. La expectativa por un acontecimiento diferente a todo lo que antes se había visto en Lima, rompía todos los cánones de la época. La Iglesia se aprestaba a castigar a uno de sus más preclaros ciudadanos, y esto resultaba una especie de contradicción sin límites que era necesario despejar: ¿realmente se podía quemar a alguien en la hoguera, o era esa solo una costumbre inveterada de otras latitudes?      

Francisco, el condenado, respiró lentamente unos segundos y parecía meditar lo que iba a decir. Inspeccionó con aire desafiante quiénes estaban cerca y el más próximo era su verdugo, un hombre mulato, fornido, de cabellos cortos, que sostenía una antorcha en la mano. El hombre parecía esperar una orden para consumar ese oneroso encargo de poner entre las llamas a uno de los hombres más cultos de la vecindad, aunque ciertamente las dudas lo consumían. Esta era una tarea que realizaba por primera vez. Lima no había visto estos tipos de ejecución, y el interés de los vecinos se mantenía impertérrito desde varios días atrás, desde que la Inquisición comunicó su decisión de aleccionar en la hoguera a Francisco, de quien se decía era un verdadero iluminado.  

−Fray Francisco, esta es su última oportunidad. Arrepiéntase de sus pecados, o encenderemos los maderos en cumplimiento de la pena del brazo secular de la ley −manifestó el Inquisidor Antonio Gutiérrez de Ulloa, con voz implacable, clavando una mirada escrutadora en el sentenciado. Su traje oscuro, de cabeza a pies, destacaba entre el grupo de personas cercano a la hoguera. Con un manifiesto en la mano, leía sin inmutarse la resolución de condena, la cual disponía expiar los pecados atribuidos en la hoguera.  

−No me retracto de nada de lo que dije, señor Inquisidor. Lo que he afirmado en toda la farsa de juicio contra mi persona es verdad: los españoles tenemos la obligación de restituir a estos indígenas sus bienes, sus territorios, sus costumbres. Y una vez cumplido ello, debemos marcharnos. Esa es mi posición final, siempre la defendí, la sostengo ahora, y es lo que sostendré hasta mi último respiro. 

Francisco no daba su brazo a torcer. Desde muy pequeño, su espíritu terco fue un distintivo que marcó su preparación académica. Convencido de sus ideales, no era el tipo de persona que aún ahora, ante la posible pena más grave, pudiera apearse de sus ideas. Las convicciones de Francisco no eran elementos en modo alguno negociables, y esa había sido una constante de vida. E incluso ahora, ante la eventualidad de una pena tan grave, no se retractaba un ápice en sus afirmaciones, respecto de que debía abandonar España todo lo conquistado. Exaltado, su rostro lleno de ira y resignación no se inmutaba en lo más mínimo ante las ondas de viento que movían invasivamente sus cabellos.     

−Ud. ha sido un hombre muy culto siempre, fray Francisco −replicó fríamente el Inquisidor−. ¿Cómo puede afirmar esa barbaridad de que tengamos que irnos de estas tierras conquistadas? ¿No se da cuenta Ud. de que nos asiste un deber de evangelización hacia estos pobres indios que solo alaban burdos dioses y que deben, es nuestro imperativo, ser traídos hacia los espacios de la fe católica? ¿Va a dejar Ud. nuestros deberes inconclusos por meras y vanas creencias de apóstatas sin moral ni principios? −Era notorio que el Inquisidor pretendía descalificar moralmente a Francisco ante toda la asistencia. 

No era solo un problema de aplicación de una pena lo que en ese momento ocurría ante los ojos de la comunidad, sino que debía el ejecutor aparecer como el ganador de la partida moral ante el vencido. En efecto, dejar hablar al condenado, con ínfulas de ensalzar su verdad, era una contrariedad que en modo alguno se podía permitir, menos aún tolerar.     

−Lo manifiesto con la entereza moral que me otorga ser un estudioso de las leyes de Dios y de los hombres. He dirigido orgullosamente una Universidad en esta joven ciudad, y nada ni nadie puede cuestionar mis pergaminos académicos y menos aún mis ideas −arguyó Francisco, levantando la voz, con más fuerza aún, para que el más lejano de los asistentes a este aciago espectáculo escuchara. Clavó, entonces, una mirada orgullosa en un anciano que se sostenía sobre un viejo báculo, que casi no le podía escuchar.   

−Precisamente ese nivel de formación que Ud. ostenta debería, entonces, ser suficiente motivo para que se retracte de esas ideas alumbradas, de esas propuestas contradictorias, que solo crean caos, confusión y malestar en la Corona −alegó una vez más el Inquisidor, en un intento de sellar la ventaja psicológica de ser el ejecutor, y de quien en propiedad debía ostentar la última palabra respecto a la pena, pues incluso podía barajar un perdón condicionado si las circunstancias lo permitían. 

Francisco miró que el verdugo cojeaba y aún dudoso, alejaba una vez, y acercaba otra, la antorcha a las ramas y maderos puestos alrededor del condenado. Habría jurado el sentenciado que el mulato no quería ejecutar la pena. Lo miró a los ojos y descubrió en ellos una expresión de susto. Por un momento se habría jurado a sí mismo que el ejecutor final no habría de prender las ramas secas alrededor de su persona. El miedo resultaba paralizante, era verdad, pero luego se cercioró de que no lo era en modo suficiente para cambiar un destino que parecía estar sellado. Después de todo, el juicio había sido una verdadera pantomima y el propósito era claro: que la Iglesia no cediera un solo centímetro ante cualquier amenaza a su influencia en la joven colonia limeña.      

−El Rey es magnánimo, fray Francisco, y lo es también la Inquisición −dijo el Inquisidor asumiendo aires de conmiseración−. Como institución reguladora de la fe cristiana, desde el Presbítero de Torquemada, prior de la Santa Cruz de Segovia y confesor de los reyes, jamás buscamos la pena de muerte, y, es más, en este mismo momento, si Ud. reniega de las ideas que dice defender, es nuestra facultad conmutar la pena y aplicarle una sanción más benigna como la pena del garrote u otra menor. Es una elección que es solo suya. ¿Qué le espera más adelante si se retracta? Recuperar su nombre y sus bienes ante la sociedad limeña, su prestigio académico, su cátedra en San Marcos. Hombre, ¡reflexione sobre todo lo que podrá hacer! −. 

Las palabras del Inquisidor comenzaban a sonar persuasivas. Era el último intento por ganar la difícil partida de prevalecer en imagen ante el vulgo asistente, el cual prestaba fiel atención a los parlamentos de las partes en conflicto. Un hombre adulto de ojos hundidos, notoriamente pálido, cerca del verdugo, pareció decirle a Francisco con la mirada que declinara de sus aires de resistencia y pudiera salvar la vida. El condenado pareció entender ese mensaje no verbal y se esforzó por tomar aire con más fuerzas aún para exhalar sus últimas verdades.  

−¡Torquemada! ¡Con ese hombre solo se perfeccionaron los métodos de tortura del Santo Oficio en Europa!¡Y se dispararon las penas de hoguera contra judaizantes, luteranos y alumbrados! A las pruebas me remito. ¡Prefiero morir en mi propia fe, en aquello que he defendido toda mi vida! Renunciar ahora a todo sería el abatimiento de mis ideales, de mi conducta de vida, de todo aquello que enseñé a mis alumnos, a seguir aquello en lo que creo −. Resultaba claro que Francisco no cedería en sus principios. Así se preparaba, ya decidido, para lo que pudiera venir. 

−Ud. solo siguió pistas falsas, fray Francisco. Creyó encontrar en la orden dominica una relación con Dios y solo se aprovechó de su condición de religioso para impulsar ideas extremistas. Eso no puede ser un ideal. ¿De dónde me saca Ud. argumentos para negar la autoridad de la Iglesia, como dijo en el juicio, o que los textos evangélicos pueden ser interpretados libremente, como dijo en la última audiencia? Ud. solo preconiza un abandono sin control a la inspiración divina y le hace daño a la autoridad del Papa en Roma. ¡Eso es pensamiento herético! −. El Inquisidor sentía entonces ganada la partida. Los rostros temerosos de la multitud denotaban que el miedo, el temor y la duda, eran el arma más poderosa de la Inquisición. (…)

 

 

 

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