
zzf. Abogados y jueces
Abogados y jueces: una relación de complementariedad
Edwin Figueroa Gutarra[1]
Tuve la grata oportunidad de conocer al Dr. Melitón Torres Tovar, fallecido hace poco, con ocasión de una visita a la ciudad de Arequipa poco antes del inicio de esta nueva centuria, y quedé gratamente impresionado, en el fragor de la conversación, por su cultura enciclopédica, su amor al Derecho, y la prestancia con la que hablaba del ejercicio de la abogacía.
Para un abogado novel como yo, con pocos años de ejercicio aún en la defensa libre, el intercambio de ideas con un maestro en Derecho, significaba aportes y contribuciones de relevancia a mi carrera. En perspectiva, se trataba del abogado joven que escuchaba a quien ya había trasegado muchos lustros por el mundo del Derecho, y sobre todo, me daba la oportunidad de apreciar la palabra de la experiencia, la versación y el conocimiento de nuestra querida profesión, la cual enarbola como lema la defensa de causas justas.
Estas tertulias de valor, no podemos negarlo, tienen siempre un efecto formativo, y trascienden el magisterio del ejercicio de vida que la abogacía representa. Es admiración para el abogado joven apreciar cuánto ha acumulado el abogado de experiencia en el devenir de muchas defensas, casos y controversias en el curso de una vasta vinculación profesional con el Derecho. Mientras el abogado joven se apresta a abrir el libro de la experiencia de vida profesional, el abogado experimentado ha marcado notas y en gran número en el mismo, ha señalado cuáles son los capítulos de interés que más le atraen y está en condiciones de fijar el derrotero que debe marcar la profesión.
Los años de experiencia posteriores a esas aleccionadoras charlas con el Dr. Melitón Torres me permitieron convertirme en juez, y a partir de esta otra faceta de vida, con algunos lustros de experiencia en el ámbito de la jurisdicción, es que me permito realizar un contraste de interés entre el significado de la carrera como abogado libre, y la expresión profundamente material que involucra ser juez.
Pues bien, pretendo esbozar como breve idea referencial de este artículo la estrecha complementariedad de vinculación que implican estas categorías, y dado que el sentido de esta colaboración se asocia a los derechos humanos, rescato como concepto el derecho a la defensa que prevé la Convención Americana de Derechos Humanos, en su artículo 8, referido a las garantías judiciales, así como la eficacia y presteza que implica la protección judicial, premisa contemplada por el artículo 25 del mismo instrumento normativo. Ambas premisas del sistema interamericano identifican estrechamente la importancia de la defensa en relación a los derechos humanos, así como la relevancia de la tarea del juez en el cumplimiento de las funciones que el Estado le ha encomendado. Así, las garantías permiten la protección, ésta existe gracias a aquella, y abogados y jueces desarrollan deberes de trascendencia en relación a estos valores.
Las labores del abogado y del juez presentan diferencias ostensibles y a su vez comparten experiencias mutuas en el arduo camino del Derecho. Aquel, como enuncia Ricardo Guastini, vincula su labor a las tareas de valoración, elección y decisión en cuanto a los argumentos con los cuales va a construir su defensa, así como el juez aporta un examen cognitivo racional al ponerse en el plano de valoración de la prueba. Aquel va a construir con tesón su teoría del caso y va a considerar la relevancia de los argumentos de defensa en beneficio de su patrocinado, va a marcar con apasionamiento las razones por las cuales debe prosperar su posición; éste, debe realizar un examen frío del caso conociendo bien las leyes de la probabilidad, constituyéndose en un especie de jugador racional.
El abogado está autorizado a expresar sus emociones desde la defensa de un ideal sublime. Su defensa en la causa que patrocina podrá significar la exteriorización de los sentimientos más nobles para alcanzar la meta de la consecución de un derecho en el cual cree, en el cual deposita sus esfuerzos, y para el cual argumenta desde una dimensión pragmática, es decir, de persuasión de sus planteamientos.
El juez, por naturaleza y en ejercicio de su deber de imparcialidad, está obligado a ser cauteloso, si queremos decirlo así, en su análisis cognitivo racional. Mientras que la tarea del abogado genera huracanes argumentativos y sus picos justificativos se entrecruzan cual vendaval necesario, al juzgador le corresponde analizar la pretensión desde una posición de aguas calmas. El juez podrá estar imbuido de valores determinados, quizá acuse una idiosincrasia que linde con una posición adelantada, quizá lo invadan prejuicios y sospechas en relación a determinada materia, pero es su deber impostergable excluir este contexto de conceptos de su argumentación, para ceñirse a aportar razones jurídicas objetivas, debidamente verificables desde un ámbito de justificación racional y sin perder la perspectiva de la razonabilidad y proporcionalidad que constituyen esencias subyacentes en los derechos fundamentales.
El abogado puede justificar sus argumentos de defensa desde las dimensiones formal y material de sus razones, pero hará énfasis en un rol persuasivo de su posición. El juez no puede sino asumir que su posición tiene que vincularse a una justificación formal y material, pues antes que convencer desde la persuasión, su meta es desarrollar un análisis basado en la razón, y a lo sumo, lograr consensos en la decisión jurisdiccional,[2] es decir, acercarse lo más posible a alcanzar la paz social. El consenso reside así en la aceptabilidad de su decisión, y de esa forma, si la decisión jurídica fuere favorable a la pretensión, se cumplió un deber de pronunciamiento en el marco del Estado de Derecho. De la misma forma, si se disocia de la pretensión, corresponde justificar por qué no coincide con los planteamientos de la demanda mas en esencia, es su tarea decidir en el mismo sentido de la ley y la justicia.
El abogado, de otro lado, desarrolla un rol en función de un interés tasado- la defensa de su patrocinado- mas el sistema no le impide renunciar a la defensa cuando aprecia un conflicto ineludible de intereses, aspecto que materializa su apartamiento del caso. Así, el derecho de defensa es irrestricto, más aún en su vertiente de derecho humano, y sin embargo, es potestad del abogado la renuncia a la defensa, bajo el eje de otro derecho fundamental: el derecho a la libertad de trabajo.
El juez, en cambio, no puede renunciar a su obligación taxativa de resolver el caso concreto. Las controversias pueden ser complejas, presentar antinomias que conduzcan a contradicciones aparentemente insalvables, o vacíos que hipotéticamente no pueda resolver el Derecho, y sin embargo, es deber del juez aplicar principios que resuelvan esas inconsistencias del proceso, así como es su función, igualmente, llenar los vacíos de la ley a través de fórmulas de autointegración o heterointegración, mecanismos a través de los cuales el juzgador encuentra respuestas dentro del Derecho o fuera del mismo, mas no puede existir caso irresuelto. Todos los casos demandan ser solucionados con el mayor grado de legitimidad posible.
De otro lado, el abogado ejerce una función más cercana a la persuasión, es decir, a la propia retórica, la misma que desde Aristóteles expresa la consolidación de un argumento que pretende convencer. En efecto, el abogado debe convencer al juez de la viabilidad de sus pretensiones. Su misión es exponer el caso a través de una demanda, o por medio de sus alegatos orales, y demostrar con convencimiento que su posición procede. Su palabra hablada significa una dimensión especial de su argumentación en tanto transmite el contexto de su causa, la trasciende y pretende imponer la verdad que abraza la defensa.
Nos es de suyo muy difícil imaginar un abogado que no crea en la procedencia de su causa. En esa situación, el caso denota haberse perdido desde antes de su mismo inicio. El abogado que no cree en los planteamientos conceptuales de su defensa no solo lesiona los intereses de su patrocinio, sino que ejerce una labor sin norte, acaso quizá solo validada por un honorario que bajo esta pauta, ya no es tampoco legítimo en relación de correspondencia con la defensa que le es propia realizar.
El juez, por el contrario, tendrá, antes que buscar la verdad en el proceso, acercar su decisión, como señalamos supra, a fórmulas de consenso. Ciertamente los hechos del caso ya ocurrieron, la prueba solo es una versión referencial de algo que ocurrió y los hechos son de alguna forma irrepetibles. Por tanto, el acercamiento a la solución del conflicto, pasa por una tarea de lograr una solución posible que busque el consenso desde una perspectiva axiológica. Aquí enfatizamos la legitimidad del fallo judicial. Podrá acaso una de las partes no convenir con los fundamentos propios de la decisión, mas no podrá negarse que existió un pronunciamiento luego de respetarse los lineamientos motrices del due process of law y de la tutela jurisdiccional efectiva.
Nos explicamos: el juez no ha de conciliar necesariamente los intereses de las partes. El juicio existe precisamente porque hay divergencia de intereses y algunos de ellos deben ceder frente a la importancia de los otros. Si ocurre una controversia, advirtamos que uno de los propósitos ulteriores del conflicto, al margen de la posición del juzgador, es, también, la búsqueda de la paz social.
Mas esta metapremisa no siempre acaece. Las partes tienden a expresar, muchas veces, posiciones irreductibles y ellas se traducen en una ausencia de conciliación, en la carencia del ánimo de transigir. Entonces, el juez busca acercar a las partes a una solución que va a gozar de legitimidad, pues la decisión que pone fin al conflicto, fuere la que fuere, es expedida por un funcionario público habilitado por el Estado para ese efecto.
Partimos así de una premisa de constitucionalidad de la labor jurisdiccional frente a la cual la prueba en contrario o la contrariedad el fallo con la ley y la Constitución, solo en caso de existir, son las únicas formas de desvirtuar el fallo judicial que es objeto de cuestionamiento impugnatorio.
Esta afirmación es de suyo importante: la legitimidad del fallo judicial es una concepción ex ante, es decir, asumimos de inicio que una decisión se inscribe dentro del respeto por la ley y la Constitución. Se trata de una presunción de entrada: acudimos a un juicio y por tanto, presumimos la independencia e imparcialidad del juzgador, condiciones indispensables en todo Estado de Derecho para el ejercicio, realización y respeto de los derechos fundamentales.
De esa forma, la demostración de la contrariedad a Derecho de una decisión jurídica es una tarea ex post, pues si existe afectación a derechos fundamentales en la decisión del juzgador, es propio advertir esa incongruencia por parte de quien ejerce el derecho a impugnar la decisión jurídica, es decir, una vez emitido el fallo; o bien del órgano que desarrolla la función de revisión del fallo, una vez que se materializa la doble instancia.
Desde otro ángulo de análisis, la defensa letrada plena significa una consecución de la idea de democracia material. Si aludimos a una noción de democracia formal, podemos advertir solo un conjunto de normas positivas que hacen posible la existencia de un Estado de Derecho y un conjunto de órganos habilitados para la realización de las funciones del Estado.
Sin embargo, no necesitan los abogados solo una existencia semántica de la democracia, sino que los derechos que ella defiende, se ejerzan realmente, y que se materialice esa primera noción importante del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva. Ella reside en que si existe un derecho que deba ser reconocido por la jurisdicción, debe entonces materializarse ese reconocimiento, pues así corresponde a la naturaleza de un derecho que debe realizarse. Así no basta afirmar “tengo un derecho”, sino “tengo derecho a que el juez reconozca ese derecho”. Y para ello, es precisamente el abogado quien ha de satisfacer la exigencia probatoria y suficiencia legal además de constitucional del caso que defiende, para que a continuación el juzgador haga el reconocimiento efectivo y material de ese derecho.
Los jueces, en un segundo estadío de la democracia material, consuman una segunda fase de la tutela jurisdiccional efectiva, en cuanto asumen el rol de que es otra expresión de ese derecho que si un ciudadano persigue el reconocimiento de un derecho y sin embargo, no lo tiene, o no lo demuestra o prueba, el Estado se irroga la facultad, a través de sus jueces, de denegar esa petición, mas fundando en derecho y en la Constitución, una respuesta eventualmente negativa a ese requerimiento de tutela.
Esta artificiosa división del derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva ostenta una justificación. Son los abogados quienes persiguen de inicio el reconocimiento del derecho y precisamente la tutela jurisdiccional es la expresión de un derecho justo y así lo reconoce el derecho continental europeo. Bajo esa reflexión, ésta es la faz positiva del derecho en mención.
Y sin embargo, no es tarea solo lo de los jueces reconocer la justicia del derecho perseguido, caso en el cual los jueces comparten esa faz positiva de este derecho, sino les corresponde asumir, también, la faz negativa de ese derecho. De esa forma, si un ciudadano no logra demostrar, acreditar y probar cuanto alega, es obligación del Estado, dentro de los lineamientos del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva, responder dentro de la ley y la Constitución, fijando posición respecto a por qué no reconoce ese derecho. Esta respuesta exige un rango adecuado de motivación y constituye tarea ineludible del juzgador expresarlo así.
Desde estas reflexiones, la democracia material constituye una consecución relevante del Estado de Derecho y su exigencia parte de imperativos éticos: las sociedades evolucionan bajo claves de progresividad y no de regresividad. Los derechos merecen mayor reconocimiento y se instalan en los ordenamientos jurídicos para aferrarse a ellos.
Los derechos ya no son solamente subjetivos desde la filosofía de un Estado utilitarista sino que evolucionan y avanzan a un grado de derechos públicos subjetivos, añadiéndose el nomen “públicos”, precisamente para destacar el rol que se vincula al otorgamiento de tutela desde el deber que le asiste al Estado de conformar la jurisdicción. Por último, esos derechos públicos subjetivos avanzan con el siglo XX y sus complejas experiencias para convertirse en verdaderos derechos fundamentales.
Hasta aquí hemos reseñado algunas de las funciones, entre muchas, que diferencian las tareas de abogados y jueces. Esas diferencias son notables: uno propone, el otro debe decidir solo desde la perspectiva de la ley y la Constitución. Uno está facultado para expresar sus emociones, sentimientos y percepciones en la defensa de su causa, el otro debe circunscribirse a un rol cognitivo racional, pues la única forma de resolver con arreglo a la naturaleza material de una causa, es precisamente despejarse de la parcialización con una de las posiciones en la controversia, y recurrir a decidir de acuerdo a ley y en sentido de justicia.
Frente a ello, entonces, ¿cuáles roles entre abogados y jueces pueden revestir un escenario de complementariedad? ¿Dónde comulgan, también podríamos decir, las funciones de la defensa letrada como la del juez?
Permítasenos decir que una primera función compartida, es desbrozar el camino, muchas veces plagado de vaguedades y ambigüedades que la realidad y el Derecho, múltiples veces representan. En efecto, si las relaciones humanas son muchas veces complejas en su interacción, si tantas otras veces un gesto, palabra o expresión son potencialmente susceptibles de no merecer una interpretación clara o de adolecer de múltiples lecturas, pues interpretar es encontrar un significado. Pensemos, en esta perspectiva, en lo todavía más complejo que un problema puede resultar si es la propia norma o regla- fuente de un posible derecho- la que resulta vaga o ambigua y así suscita un problema con relevancia legal.
Desbrozar el camino puede ser una alegoría plenamente aplicable al caso Bomham, en la Inglaterra de 1610, cuando el juez Edward Coke tuvo que asumir la difícil tarea de aclararle al Rey Jacobo I, en su propio fallo, que no podía interferir al propio soberano en la función judicial.[3]
La decisión es asumida y considerada como uno de los fallos pioneros pretendiendo señalar los primeros lineamientos de la jurisdicción constitucional, dado que resulta meridianamente cierto que al Rey le compete decidir en los asuntos del Reino, así como al Juez en los asuntos que son exigibles respecto de un pronunciamiento con trascendencia jurídica. Una y otra tarea se diferencian y no se deben entrecruzar bajo interferencias, en razón de que ello desvirtúa la naturaleza de la decisión.
El Rey Jacobo I de alguna manera pretendió influir en la decisión del juez en relación a no revertir el encarcelamiento sufrido por el médico Bonham tras seguir ejerciendo la medicina en Londres, luego que su licencia le fuera cancelada por el Colegio Médico de la localidad. Sin embargo, a pesar del poder del Rey, el juez fijó el camino, con valentía, para propugnar un esbozo de la necesaria separación de poderes que caracteriza al Estado contemporáneo.
1610, notémoslo así, fue un año incluso anterior a la Revolución francesa de 1789 en que cae el poder del Rey Luis XVI de Francia; es un período anterior incluso a la famosa Bill of Rights de 1689 de Inglaterra, documento que marcó la imposición del parlamento sobre el príncipe Guillermo de Orange para suceder al Rey Jacobo II.
En cierta forma, entonces, el poder del Rey era representativo y sin embargo, un juez disiente del poder del soberano y traza los primeros esbozos de la denominada jurisdicción constitucional como un camino necesario para definir la separación de poderes, en tanto solo los jueces juzgan y solo el mandatario decide en cuestiones de su competencia.
Esta afirmación es de suyo importante. Abogados y jueces comparten roles de trazado de los derechos al iniciarse un conflicto. Si bien usualmente la decisión del juez es de correspondencia con el planteamiento de una pretensión, o mejor dicho aún, no hay sentencia efectiva sin demanda previa, es el abogado quien configura cómo puede materializarse, en el marco de la ley y la justicia, el derecho respecto al caso que le ocupa analizar.
Si la pretensión ostenta esbozos de una posición jurisprudencial previa o bien la normativa ya es reiterada en la concesión de ese derecho en discusión, entonces eso facilita ciertamente el fallo. Aquí hablamos de uniformidad y de predictibilidad como conceptos sucedáneos de la universalidad y el consecuencialismo de la decisión judicial; y sin embargo, los casos nuevos, más aún si sin trágicos en cuanto se refieren a dilemas morales, demandan configurar nuevas rutas de reflexión en la controversia, exigiendo un replanteamiento de los esquemas jurídicos existentes.
En esa tarea abogados y jueces comparten roles decisivos. El abogado ha de posicionarse en un estudio profundo, detallado y minucioso de los hechos del caso para procurar contrastarlos con los derechos que eventualmente puedan asistirle a la parte que defiende. Esta es una especie de regla usual de trabajo en la defensa. Pero ¿y si la pretensión no encuentra amparo en norma legal alguna ni en la jurisprudencia? Pues no existe otra alternativa que perseguir la construcción de los fundamentos de la pretensión, de sentar las bases conceptuales de que los vacíos y lagunas en el Derecho, aun siendo graves, exigen un pronunciamiento del juez.
Es así que se consolidan, desde esta perspectiva de análisis y porque se parte del fundamento axiológico de una demanda, o bien nuevos derechos fundamentales, como el derecho a la verdad, o bien se produce la reafirmación ética del derecho a la dignidad, y se revierten situaciones de manifiesta lesión a los derechos en perjuicio de los ciudadanos. En ese orden de ideas, abogados y jueces trabajan juntos para la realización de los derechos de la persona y para la materialización del Estado constitucional, entelequia que solo puede ser leída desde una perspectiva de plasmación de los derechos fundamentales.
También comparten abogados y jueces la consecución real del principio de interdicción de la arbitrariedad en un Estado constitucional de Derecho. De esa forma, si bien es un enunciado axiológico de la abogacía la expresión “Orabunt causas melius” (Defendamos causas justas), observemos que un importante número de pretensiones precisamente parte de excesos, desproporción y abuso respecto a los derechos de los ciudadanos.
Así, se genera un necesario escenario de respuesta cuando el ciudadano es detenido arbitrariamente; se demanda una posición ineludible del juez cuando una persona sufre desaparición forzada; se exige una toma de posición indispensable del juzgador cuando se produce un crimen de lesa humanidad bajo la sombra de un ataque sistemático o generalizado contra la población civil. En esos y en muchos otros casos, los abogados son los primeros en ser llamados para conocer de la arbitrariedad y en su caso, para ejercer la defensa de los derechos conculcados.
El juez asume aquí un rol de conocedor del conflicto y se obliga a una pronta respuesta, más aun si de por medio se encuentra la exigencia de una tutela urgente por parte del Estado. La interdicción de la arbitrariedad se convierte así en un basamento de acción del Estado y exige un cese de los actos que dan lugar a esa manifestación de inequidad en agravio de los ciudadanos. Notemos así que, en muchos de estos casos, si no hay denuncia de afectación del derecho por parte del abogado, o bien se produce la irreparabilidad de la agresión, o bien se perpetúa en el tiempo y se mantiene un estado de cosas en perjuicio de los derechos de la persona, entonces, es urgente la acción del abogado y la respuesta del juez.
En vía de conclusión, ha sido oportuno poner de relieve y manifestar las tareas de defensa del abogado y decisión de los jueces, en la persecución del noble ideal denominado justicia. La experiencia, trayectoria y vida profesional del Dr. Melitón Torres Tovar puede verse grosso modo reflejada en cuanto hemos expresado de los abogados en estas breves líneas. Su hijo- el Dr. Edgardo Torres López- siguió el camino de la judicatura y ambos, entonces, constituyen un binomio de diversas expresiones de cuanto aquí hemos manifestado. A Edgardo lo conozco desde muy joven cuando ambos fuimos candidatos a la Academia Diplomática y la vida, en sus azares y designios propios, nos llevó por los caminos de la judicatura.
Hago una breve mención, al concluir, y espero se me permita el giro coloquial y la concisa inclusión en estas líneas de reflexión. Mi padre- Humberto Figueroa Vargas-fue juez suplente de trabajo y abogado. Conoció de ambas facetas y también puede resumir, en su experiencia de vida, las vicisitudes anotadas en estas líneas de reflexión a propósito de este enfoque.
La ruta de vida marcada por el Dr. Melitón Torres Tovar justifica plenamente estas disquisiciones sobre la relación de complementariedad entre la tarea del abogado y el trabajo del juez. Ese diario quehacer de nuestro maestro el Dr. Torres en el ministerio de la defensa traduce una coherencia de vida y sentido de existencia.
En una última ocasión en un compartir en su mesa de hogar, recuerdo me decía: “He escrito muchas cosas en mi vida pero no ha sido publicado”. Pues bien, esta reflexión es una forma de escribir sobre su vida, sobre su quehacer como abogado, sobre su percepción de la vida en sentido de servicio a la comunidad.
Ciertamente no todo es publicable: las miles de horas de defensa letrada de una causa justa quedan solo en la retina de quien ejerce ese noble oficio, las miles de satisfacciones y sinsabores que produce el ejercicio libre de la abogacía son toques a las puertas de nuestro corazón y unas veces, se abren con algarabía a las emociones de las causas bien ganadas, y otras tantas, solo reina el silencio sobre la consumación ineludible de una defensa perdida.
Igualmente, la satisfacción espiritual por la realización del valor justicia es un presente espiritual que nuestro homenajeado muchas veces ha podido disfrutar, en paz y armonía por cierto, en esa extensa trayectoria que la defensa representa. Regocijémonos, entonces, por una trayectoria de vida con ribetes de trascendencia, y también por ese ejercicio de enseñanza que el honor de la defensa implica. Las generaciones venideras podrán encontrar, con optimismo, arquetipos de vida en nuestro amigo el Dr. Melitón Torres Tovar.
Publicado en el Libro Homenaje al Dr. Melitón Torres Tovar.
Curitiba. Instituto Memória. Centro de Estudos da Contemporaneidade, 2018. pp. 328-337.
[1] Doctor en Derecho. Juez Superior Distrito Judicial Lambayeque, Perú. Profesor de la Academia de la Magistratura del Perú. Docente Área Constitucional Universidad San Martín de Porres, Filial Chiclayo. Ex becario de la Agencia Española de Cooperación Internacional AECID.
[2] PINTORE, Anna. Consenso y verdad en la jurisprudencia. Ponencia 20° Congreso de la Sociedad Italiana de Filosofía Jurídica y Política. Verona, octubre de 1996.
[3] Caso Bonham vs. Henry Atkins. Sentencia emitida por el juez Lord Edward Coke . 1610
“ es verdad que Dios ha dotado a su Majestad de excelente ciencia y grandes dotes naturales, pero su Majestad no es docto en las leyes de su reino, y los juicios que conciernen a la vida, la herencia(…) no deben decidirse por la razón natural, sino por la razón y los juicios artificiales del derecho, el cual es un arte que requiere largo estudio y experiencia, antes de que un hombre pueda llegar a dominarlo, el derecho es la vara de oro de la virtud y la medida para sentenciar las causas de sus súbditos”
Vid GARCIA TOMA, Víctor. Teoría del Estado Constitucional. Palestra-Lima 2005. p. 518 a 583.