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zzs. Prudencia judicial y argumentación jurídica: una vinculación pragmática

Prudencia judicial y argumentación jurídica: una vinculación pragmática[1]

 

Edwin Figueroa Gutarra[2]

 

La prudencia es (…) el verdadero punto de

confluencia existencial entre el logos y el ethos del hombre.

Gómez Robledo, Antonio

 

Sumario: Introducción. 1. La prudencia judicial y la argumentación jurídica como concepto. 2. Código Iberoamericano de Ética Judicial. Cuestiones relevantes. 3. Prudencia y autocontrol. 4. Justificación racional y prudencia. 5. Escuchar a las partes como expresión de prudencia. 6. Valorar las consecuencias. 7. Objetividad y prudencia. A modo de conclusión. 

 

Resumen: El presente trabajo asume una premisa de vinculación pragmática entre prudencia judicial y argumentación jurídica, noción cuyo punto de partida es el Código Iberoamericano de Ética Judicial. Autocontrol, justificación racional, escuchar a las partes, valorar las consecuencias y objetividad constituyen, de ese modo, elementos sustantivos de la prudencia judicial. Para lograr esa meta, se hace exigible que el juez entienda como un imperativo pragmático una relación estrecha entre prudencia y argumentación.

 

Summary: The present work assumes a premise of pragmatic connection between judicial prudence and legal argumentation, a notion whose starting point is the Ibero-American Code of Judicial Ethics. Self-control, rational justification, listening to the parties, assessing the consequences and objectivity constitute, in this way, substantive elements of judicial prudence. To achieve this goal, it becomes imperative that the judge understands as a pragmatic imperative a close relationship between prudence and argumentation.

 

Palabras clave: Prudencia judicial, argumentación jurídica, vinculación pragmática, Código Iberoamericano de Ética Judicial, autocontrol, justificación racional, escuchar a las partes, valor de las consecuencias, objetividad.

 

Key words: Judicial prudence, legal argumentation, pragmatic connection, Ibero-American Code of Judicial Ethics, self-control, rational justification, listening to the parties, value of the consequences, objectivity.

 

Introducción 

Esbozar los límites materiales de la prudencia constituye un ejercicio filosófico de alcances complejos, difíciles y arduos de determinar con relación a la naturaleza humana misma. La razón de ser de esta afirmación reside en la esencia misma del ser humano, es decir, constituimos un universo de esencias, circunstancias y connotaciones que la Filosofía ha intentado categorizar por aproximación y no bajo reglas fijas, precisamente porque la persona humana representa un haz de principios, valores y directrices que, antes que verticalidad, constituyen escenarios de indeterminación en sus más variados niveles.

Si esas aproximaciones a que alude la naturaleza humana diaria son de por sí trabajosas, observemos que, con mayor razón, el quehacer jurisdiccional es aún un esfuerzo más exigente por definir. El juez imparte justicia pero de aquí fluyen dos reflexiones importantes: en  primer lugar, quién es el juez y a título de qué asume esa posición privilegiada de irrogarse la facultad de expedir una decisión final en una controversia que expresa incertidumbres jurídicas; y en un segundo plano, a qué alude el valor justicia. ¿Es acaso solo un valor formal? ¿Busca quizá una expresión principista del Derecho?

Nuestro estudio busca nos acerquemos a definir mejor la relación entre prudencia judicial y argumentación jurídica, y asumimos un enfoque de suyo más pragmático sobre los conceptos que anteceden, en razón de que es propiamente la prudencia, de inicio, no solo una de las cuatro virtudes cardinales junto a la justicia, la fortaleza, y la templanza, sino que se engarza, en mucho y como concepto valorativo de la labor judicial, con la exigencia de argumentar, tarea que a su vez expresa, en el Estado constitucional del siglo XXI, una profunda exigencia de justificación y aporte de razones al Derecho.

Por tanto, es objetivo nuestro en este esbozo de la prudencia, acercarnos a la idea de vinculación pragmática que representa la argumentación en relación con la prudencia. De esta forma, debe abandonarse esa idea anquilosada de que la prudencia solo deba constituir una expresión meramente valorativa del quehacer judicial y en su lugar es propio impulsar, es nuestra propuesta, una estrecha relación con la tarea de argumentar.

De esta forma, en relación a la prudencia y como expresión de los canales de comunicación entre ésta y la argumentación, el Código Iberoamericano de Ética Judicial CIEJ aporta, en sus artículos 68 a 72, diversos conceptos vinculados, entre otros, al autocontrol del poder de decisión, pauta que nos conduce a delimitar la noción de self restraint o autocontrol propiamente dicho, pues en ausencia de esta premisa, precisamente estaríamos frente a un escenario de desgobierno y acaso abuso de poder. El self restraint, por consiguiente, nos aproxima a la idea de cómo debe ejercer el juez ese poder de decisión que las leyes y la Constitución le confieren, mas esta variable debe ser analizada en clave negativa, es decir, cuán perjudicial resulta acaso abusar de esa facultad de decisión.

Por otro lado, el mismo CIEJ enfatiza, en relación al juez prudente, la necesidad de un juicio justificado racionalmente tras haberse analizado argumentos y contraargumentos de las partes involucradas en la controversia. La importancia de la racionalidad del juicio reside en la fortaleza argumentativa de la decisión, y de esa forma, podemos construir el aserto de que una decisión es fuerte en sentido justificativo, porque se ampara en la racionalidad de la ley, una condición de fuerza de todo mandato definitivo o regla de aplicación. De igual forma, esta exigencia de racionalidad no excluye el juicio de razonabilidad, concepto que parte de una premisa de aceptabilidad o equidad. Estos último valores no gozan en sí mismos de la imperatividad de las reglas, sino de la conducencia de los principios. Bajo esta pauta, la razonabilidad nos remite a la figura de mandatos de optimización para que algo sea efectuado de la mejor forma posible dentro de las posibilidades jurídicas y fácticas.

La actitud de escuchar a las partes a que alude el CIEJ es, sin duda, una reminiscencia socrática. Ya ponderaba el maestro griego nacido en Alopece, antigua Atenas, hace más de 2,000 años, que son virtudes del juez: escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. En esta clasificación de estándares, escuchar representa una actitud base del juez, y su repercusión en el ámbito contemporáneo de los derechos humanos se expresa en el derecho a ser oído, que en calidad de garantía judicial, contempla el artículo 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Ser oído constituye, del mismo modo, una acepción que involucra el acto de escuchar, y se trata así de las dos caras de una misma moneda.

De igual forma, en relación a la prudencia, el CIEJ aprecia un efecto de consecuencialismo que nos remite a Mac Cormick, pues se deben valorar las diferentes consecuencias que aparejan las decisiones. El juez prudente no vive desvinculado de su realidad y más aún, debe constituirse en un afianzado conocedor de su entorno social en la medida que sus decisiones pueden aparejar una insoportable faceta del derecho extremadamente injusto. Así, es pertinente aceptar, desde una óptica principista y como asegura la fórmula de Radbruch, que el derecho extremadamente injusto no es derecho.

Finalmente, el CIEJ asume, bajo el mismo propósito de reforzar la idea de prudencia, que el juez debe esforzarse por ser objetivo.  Este énfasis nos lleva a excluir las atingencias de implicancia del decisionismo judicial, una visión por cierto subjetiva en las decisiones del juez. Aquí es pertinente trabajemos los peligros de la ausencia de objetividad del juzgador. A su vez, será pertinente aquí definir el ámbito de discrecionalidad del juzgador, en clara oposición al juicio de subjetividad.

A grandes rasgos, entonces, ése es el propósito de nuestro trabajo, es decir, describir bajo un rango de análisis, delimitación y problematización, el concepto de prudencia que esboza el CIEJ, dado el concepto de carácter ancla que reviste esta virtud del juez. Bajo esas pautas, buscamos dejar atrás esa visión anacrónica de la prudencia como un solo valor lineal del juez, entendiéndose la misma en esa acepción oscura, como una simple condición sumatoria de una más de las habilidades del juez.

Sin duda, nuestro análisis es solo una aproximación material al carácter jurisdiccional filosófico de la prudencia y sin embargo, constituye al mismo tiempo dicho valor, un eje que se relaciona intensamente con la argumentación. De ahí que pretendamos esbozar una vinculación pragmática entre ambos valores, lo cual no es sino una visión que asume un fuerte matiz procedimental, es decir, de relación estrecha con el quehacer diario del juez, cuando con prudencia se expresa éste frente a una incertidumbre jurídica que demanda una respuesta concreta para el caso específico.

 

1. La prudencia judicial y la argumentación jurídica como conceptos 

Aproximarnos a una noción de prudencia es una tarea necesaria en razón de que el concepto a que aludimos asume diversas manifestaciones en relación al equilibrio de la persona en sus acciones.

La prudencia o phronesis adopta hasta tres funciones en el pensamiento griego (Torres, 2010: 150): deliberar bien, hablar bien y obrar como es debido. Se trata de tres acciones que manifiestan una secuencia de temporalidad. Deliberar implicará un juicio de valor inicial que, para manifestarse, exigirá comunicarse adecuadamente. A su vez, no bastan la deliberación y la exposición de una razón prudente, sino será necesario obrar conforme a los principios o juicios de valor que se enuncian.

Platón considera la phronesis como una sabiduría práctica y en su obra La República eleva la prudencia a cualidad que impera en el Estado, pues en él impera el buen consejo. ((Torres, 2010; p. 50) Por lo tanto, ese actuar prudente no es solo propio de nuestra vida privada sino que, incluso,deviene aún más necesaria en la actuación pública, pues concierne ésta a los bienes públicos, y he aquí que podemos ya esbozar esa exigencia como condición exigible a quien pretende ser juez.

Aristóteles aporta una definición de sumo interés sobre la prudencia y la señala como «un hábito práctico verdadero, acompañado de razón, sobre las cosas buenas y malas para el hombre». (Torres, 2010; 156) Esta afirmación del padre fundador de la Lógica acarrea que debamos consensuar la idea de que la prudencia representa una práctica y costumbre que se va consolidando con el tiempo, dada su naturaleza de virtud cultivada con el accionar diario del hombre.

Afirma también el Estagirita que la prudencia se refiere a cosas humanas y a lo que es objeto de deliberación. Desde esta perspectiva, la deliberación es una manifestación de prudencia. Es de esa forma que la función del hombre prudente con­siste, ante todo, en deliberar rectamente, y nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera ni sobre lo que no tiene fin, y esto es a su vez un bien práctico. Entonces, la prudencia no puede ser una sola actitud teórica. El que delibera rectamen­te, hablando en sentido absoluto, es el que es capaz de poner la mira razonablemente en lo práctico y mejor para el hombre. (Sánchez, 2015; 57) Constatemos aquí que la razonabilidad es otra característica de la prudencia, necesaria por cierto para encontrar el punto de equilibrio en la reflexión.

La phronesis se integra también con las pecu­liaridades del conflicto real, concreto, forjando así una decisión sensata adaptada a la individualidad del caso singular. La prudencia puede considerar­se como el puente que permite transitar del intelecto a la vida práctica. (Sánchez, 2015; 67) Entonces, junto a la condición de razonabilidad que antes esbozamos concurre con la prudencia, sumamos aquí una manifestación de sensatez. ¿Quién es el sensato? Aquel que con razonabilidad emite un juicio prudente.

Para Kant la prudencia es un amor inteligente o hábil hacia uno mismo. Dice el autor nacido en Könisberg en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres que “(…) la habilidad en la elecciónde los medios para el mayor bienestar propio se puede denominar prudencia en el sentido más estricto”.( Saldaña, 2007; 31) Aquí verificamos un accionar hacia lo más óptimo, hacia el ideal más alto de bienestar, lo cual nos conduce a un punto en común entre prudencia y bienestar: el del punto más alto de equilibrio material, afirmación ésta que hacemos en un sentido valorativo, y no de especificidad sobre las cosas concretas o físicas. En consecuencia, deberá ostentar el juez calidades argumentativas reforzadas para encontrar la respuesta más idónea de bienestar, según la ley y el Derecho, para el caso que resuelve.

Comte-Sponville afirma que la prudencia no es una ciencia sino que hace las veces de la ciencia cuando ésta falta. Desde este enfoque, sólo se delibera cuando hay que hacer una elección, o en propiedad, cuando ninguna demostra­ción es posible o suficiente. De esa manera, tiene lugar la prudencia cuan­do es necesario desear no sólo el buen fin, sino los buenos medios que llevan a él. (Sánchez, 2015; 57) Es importante aquí entender, entonces, un rol cuasi subsidiario de la prudencia con relación a la ciencia. Si ésta solucionare bajo sus reglas una situación, de suyo bastará la misma. Si ella es insuficiente, entonces tiene lugar la acción prudente.

En esta misma referencia observemos un detalle: la prudencia no reemplaza a la ciencia. Ésta será siempre necesaria para, de entrada, resolver un conflicto. Sin embargo, la ausencia de bases científicas para definir una controversia, crea las condiciones ideales para resolver el problema desde los principios, lo cual exige una cuota de prudencia.

Si aludimos a las características de la prudencia, las cuales son muchas, es importante podamos esbozar algunos elementos representativos de la misma. Platas anota cinco elementos subyacentes en la noción de prudencia: memoria, inteligencia, docilidad, sagacidad y razón. (Platas, 2007; 162) La memoria requiere disponer de un acervo de conocimientos para ser aplicados, al tiempo que la inteligencia es una condición de excelencia para aplicar una salida a una situación. La docilidad implica no asumir una actitud de aspaviento frente al problema y la sagacidad conduce a encontrar el camino adecuado para adoptar la respuesta correcta. Por último, la razón es la justificación razonable y proporcional frente al problema suscitado.

¿Habrá una íntima relación entre ley y prudencia? Esa parece ser una posición válida. (Torres, 2010; 160) La ley exige cierta ponderación en sus contenidos. Es un rol del cual el legislador no se puede desvincular y el mejor ejemplo al respecto es una ley inconstitucional, dado que contraviene principios, valores y directrices que lesionan ostensiblemente una Carta Fundamental. En consecuencia, el legislador prudente perfila, discute y adopta una ley con el margen necesario que un imperativo de la sociedad demanda bajo exigencias de equilibrio material. En clave negativa, el legislador imprudente adopta leyes sin observancia de la Constitución, creando conflictos que deben ser resueltos por la justicia constitucional.

Sin perjuicio de lo expresado, la prudencia demanda otras manifestaciones de exigencia en el juez. El juzgador prudente «sabe discernir entre el bien y el mal, que es propio de los hombres maduros y experimentados, (es) hábil, inteligente, no precipitado en la resolución de casos, y docto, con los conocimientos suficientes para el caso que se le presente.» (Torres, 2010; 162) Éstas resultan condiciones necesarias para entender la dimensión de un juez prudente, pues junto al necesario conocimiento de las pruebas y la ley, que asisten en el caso concreto, es exigible una dosis de equilibrio en el juzgamiento propiamente dicho, para lo cual la madurez y la experiencia aportan elementos de mayor valor en el discernimiento. Por otro lado, quien no es precipitado controla sus acciones y de esa forma, no incurre en falacias de prejuzgamiento.

Por último, nos quedamos con la acepción de que la prudencia es una cualidad de la razón práctica que guía la acción del juez para decidir qué es lo justo del caso concreto, atendiendo a las circunstancias. (Platas, s.f.; 198) Esta definición es breve, concisa pero igualmente significativa, pues avala un fundamento base de nuestro enfoque en este estudio: la prudencia deja de ser una simple condición teórica del juez para convertirse en un quehacer que se expresa en el día a día del juez prudente.

 

2. Código Iberoamericano de Ética Judicial. Cuestiones relevantes.

García afirma que con el fin de la Guerra Fría, y tras dos fenómenos de trascendencia, como la caída de Muro del Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, terminó la era del mundo bipolar y ello se expresó en el triunfo axiológico de la democracia, así como se erigió la posibilidad de una democracia global.( García; 2015; 904) 

Un resultado relevante de ese fenómeno fue que el derecho positivo ya no podía considerarse más autónomo con respecto a la moral, sino legitimado por ella. (García; 2015; 910). Esto pues acarreó la necesidad de erigir patrones de conducta y es en ese contexto que se sientan las bases iniciales para la dación de un Código de Ética, y si éste podía trascender fronteras nacionales y conciliar ya no solo ordenamientos internos sino externos, pues tanto mejor.

Sin embargo, es una tarea ciertamente compleja trazar patrones definidos, pues deviene exigible discernir a cuáles valores o virtudes conferirles una prevalencia axiológica. Manuel Atienza, según refiere García, prefiere hablar de virtudes judiciales como elementos centrales de la ética judicial. Den­tro de tales virtudes señala las siguientes: buen juicio, perspicacia, prudencia, altura de miras, sentido de justicia, humanidad, compasión y valentía. (García; 2015; 913)

El CIEJ comienza a esbozarse en 2004 a partir de la Declaración de Copán-San Salvador de la VIII Cumbre Judicial Iberoameri­cana, la misma que estableció el compromiso de impulsar la redacción de un Código Modelo de Ética Judicial para Iberoamérica. Rodolfo Vigo, Juez de la Corte de Santa Fe en Argentina, y Manuel Atienza, filósofo español, tuvieron la responsabilidad de formular una propuesta de Código Modelo, la cual debía comprender a 15 países de la región. Esta propuesta fue aprobada en la XIII Cumbre Judi­cial Iberoamericana, reunión celebrada en Santo Domingo, los días 21 y 22 de junio de 2006, creándose al efecto una Comisión Iberoamericana de Ética Judicial. (García; 2015; 914)

El proyecto CIEJ nació así para dar respuesta a un cambio de patrones a propósito de nuevas expresiones de la democracia global, pero al mismo tiempo buscó responder a una crisis de legitimidad de la función judicial en la región. (García; 2015; 917) Una expectativa al respecto fue buscar recuperar la confianza de la ciudadanía en sus jueces.

El CIEJ se organiza, según García, en principios, fines y virtudes de la actuación judicial. Constituyen principios de actuación los siguientes: independencia, imparcialidad, motivación, integridad, transparencia. A su vez, son fines o valores la justicia y la equidad. Seguidamente, son virtudes o responsabilidades: conocimiento y capacitación, responsabilidad institucional, cortesía, secreto profesional, prudencia, diligencia, honestidad profesional. (García; 2015; 922)  Podemos entonces observar un enfoque omnicomprensivo del CIEJ pues el objetivo es esbozar a todas las dimensiones de eticidad en el juez, de entre las cuales la prudencia asume la dimensión de una virtud clave.

 

3. Prudencia y autocontrol 

El juez ejerce un poder jurisdiccional del Estado que consiste en aplicar el derecho resolviendo de manera definitiva las controversias relativas al cumplimiento de las normas jurídicas. (Aguiló, 2013; 64) Este poder es inmenso en la medida que el juez puede disponer sobre el patrimonio de las personas, sobre su libertad individual  y en casos extremos, aunque en forma contraria a los valores de un Estado constitucional, hasta sobre la vida de los individuos. En consecuencia, existe la necesidad de que ese poder sea ejercido con la moderación necesaria y a ello se le denomina self restraint o autocontrol, ideal que parte de una exigencia de equilibrio como límite material respecto a las facultades del juez.

¿Cómo se esboza ese equilibrio entre prudencia y autocontrol? Precisamente a través de resoluciones cuya dinámica sea la de un equilibrio tanto formal como material respecto a las cuestiones tanto fácticas como de derecho que plantean el caso que se conoce. Ello apunta objetivamente, entonces, a una argumentación prudente, entendido como un ejercicio en el cual el juez mide las variables fácticas del caso, las examina, modera, y decide por la naturaleza de los hechos probados.

De igual forma, analiza el nivel de concurrencia de la norma, la cual puede solucionar parcial o totalmente el problema materia de examen. Si ocurre esto último, podemos inferir una solución total del caso. En caso de tener lugar lo primero, habrá de acudirse, vía interpretación sistemática, a otras normas que puedan solucionar el caso en examen, o en su caso, habrá de optarse por la concurrencia de principios, los cuales actúan subsidiariamente con relación a las reglas.

Pero es relevante preguntarnos: ¿se trata solo de poderes? Aguiló sostiene que se trata también de deberes y ello conduce a plantear fines no disponibles. (Aguiló, 2013; 69) Estos fines nos conducen a determinar exigencias de tipo valorativo y a plantear, en consecuencia, que el Estado de Derecho no nace solo de la mera juridicidad. (Aguiló, 2013; 70).

El poder es una facultad que describe el ejercicio de una atribución, mas su plasmación conlleva también un deber del juez, en el sentido de ser prudente en el control propio de sus argumentos, los cuales no pueden ser maximalistas o minimalistas, sino ajustados y en concordancia con la naturaleza material del caso a resolver.

En el ejercicio de esos deberes ciertamente tienen lugar cuestiones valorativas pues hoy el Derecho es valor antes que mera subsunción, y de suyo, esta posición valorativa nos conduce a la idea de un Estado constitucional en el cual, junto a la juridicidad de las normas, se yuxtaponen valores concatenados con derechos fundamentales que subyacen en esas normas.

La lealtad a las reglas, por tanto, es una cuestión semántica, lo que de suyo conduce a una lealtad a su expresión y significado. (Aguiló, 2013; 72) Lo afirmado nos conduce a correlacionar dos lógicas: una lógica del descubrimiento y una lógica de la justificación. Respecto de la primera, cabrían estudios de tipo empírico, mas lo segundo estaría gobernado por el método jurídico. (Aguiló, 1997; 72) La naturaleza empírica se refiere a un ejercicio de constatación y nos lleva a ejemplos como aquel en el cual Newton, sentado bajo un árbol, ve caer una manzana y a partir de esta observación, esboza una ley de la gravedad. Ésta es una característica propia de la ciencia. Por el contrario, la lógica de la justificación no ancla sus fundamentos en la sola observación, sino entra al terreno complejo, laborioso y exigente del aporte de razones, de configuración de juicios de justificación, ejercicio que se caracteriza por un rol dinámico, por oposición contrario a la conducta estática que traduce el método del descubrimiento.

Sin embargo, debemos aquí rescatar una reflexión. Si bien las reglas son propias del método de descubrimiento, y por lo tanto, traducen un ejercicio metodológico de subsunción a fin de acercarnos a un ejercicio aplicativo de la norma, de otro lado, no podemos argüir una aplicación subsuntiva en sentido estricto, vertical y excluyente. Al respecto, la «cláusula alternativa tácita» de Kelsen representa un argumento opuesto, pues autoriza a los jueces a apartarse de las normas generales y a dictar sentencias cuyo contenido es determinado por el Tribunal mismo. De esa forma, dicha cláusula acaba transformando a los jueces en soberanos. (Aguiló, 1997; 76)

4. Justificación racional y prudencia

La ética judicial parte del supuesto de la excelencia en la práctica de la jurisdicción. (Aguiló, 2013; 62) De esta manera, la ética respecto de los jueces apunta a construir un conjunto de ideales en relación a esta delicada labor, formulando arquetipos respecto a las condiciones subyacentes para adoptar una posición. Rescatemos aquí, valga la precisión, una dimensión dinámica del concepto de ideal.

Sin embargo, no podemos afirmar con suficiencia que nos refiramos a cualquier tipo de ideal. En términos de Aguiló, la ética judicial se limita a expresar un ideal extrajurídico, es decir, una tesis de discrecionalidad en sentido fuerte. (Aguiló, 2013; 61) Esta noción implica que, ante un eventual vacío de la norma positiva, tenga el juez la necesidad de apelar a su sentido de prudencia, circunstancia que implica un esbozo de discrecionalidad y no subjetivismo.

Esta práctica de discrecionalidad convierte al juez en un funcionario que a través de sus decisiones busca la excelencia. Sin embargo, esa discrecionalidad no puede desvincularse de las bases conceptuales de una justificación racional, es decir, del aporte de razones para la dilucidación de una controversia. Y he aquí una manifestación material de la prudencia del juez.

Por tanto, constituye una expresión de prudencia que el juez busque los argumentos que apunten a la respuesta correcta del caso, y a su turno, será imprudente el juez que en vez de una justificación racional, aporte una explicación subjetiva del problema a resolver. La justificación racional, entonces, puede vincularse con un ideal de excelencia.

Pero, ¿quién es el juez excelente? Señala Aguiló que su vocación es hallar la mejor respuesta dentro de las respuestas convencionalmente permitidas, lo cual significa un compromiso con la «única respuesta correcta para cada caso». (Aguiló, 2013; 62) Este esbozo, sin duda, es de orden principialista y busca que la práctica judicial no cierre su objetivo a una concepción vertical, cerrada, unívoca, de una respuesta metodológica en el sentido de una única respuesta correcta, con exclusión total de las demás, sino de encontrar la mejor respuesta para el caso en examen.  O peor aún: que la respuesta a aportar se encontrare privada de justificación racional, caso en el cual las partes no se encuentran frente a verdaderas razones, escenario que pone al juez en una condición de ausencia de prudencia en una tarea que es su obligación como imperativo no solo hipotético sino verdaderamente categórico e incluso pragmático. (Brandt, 2013; 13)

¿Por qué afirmar la prudencia como un imperativo pragmático? Señala Brandt que la prudencia, con su imperativo pragmático, es una parte de lo que sucede en la naturaleza. Se trata de la contraposición entre la ley de la naturaleza y la ley de la libertad para el “mundus sensibilis” de los fenómenos y el “mundus intelligibilis” de la moral. (Brandt, 2013; 21).

La prudencia, entonces, es una manifestación que discurre entre sensibilidad e inteligencia: el juez sensible asume con apertura los hechos que concurren en el caso concreto, por tratarse prevalentemente de manifestaciones humanas; y a su vez, aprecia con inteligencia la norma o principios aplicables al asunto en examen, juicio que ostenta un margen de abstracción por la concurrencia prima facie del principio de legalidad. Sin perjuicio de ello, corresponde anotemos que no existe relación excluyente entre sensibilidad e inteligencia: la prueba debe incluso ser apreciada con la sagacidad de la valoración probatoria, y la ley es evaluada con discernimiento social cuando las circunstancias del caso pueden incluso conducir a su inaplicación.

 

5. Escuchar a las partes como expresión de prudencia

Escuchar a las partes en un proceso constituye una manifestación del derecho de la persona a ser oída, como garantía judicial base contemplada, en tiempos actuales, por el artículo 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Ser oído expresa, de este modo, una manifestación tangible del derecho a la tutela jurisdiccional efectiva en su faceta positiva, es decir, si el justiciable tiene derecho a que el Estado le otorgue la razón en una controversia, por asistirle mérito suficiente en las pruebas y en el derecho, pues corresponde al poder jurisdiccional dispensar favorablemente esa tutela solicitada. Para ello, habrá de formularse una demanda judicial y este instrumento expresa ese primer esbozo del derecho a ser oído.

Esta prerrogativa a ser oído ostenta una diferencia solo sutil con la actitud de escuchar. Ser oído es ante todo una garantía, y sin embargo, escuchar es una expresión procedimental, propia del entorno y fragor del debate jurídico, pues describe ante todo una actitud del juez. Ambas concepciones, sin embargo, expresan un sentido de realización de la justicia, noción estrechamente vinculada a la labor del juez.

Pero hasta aquí, ¿qué es la justicia? Y adicionalmente, ¿cómo se relaciona con el derecho a ser oído? Kelsen asume una extraña visión de la justicia y ante la interrogante sobre el significado de la justicia, afirma el autor vienés que no puede emitirse una respuesta racional. En rigor, le confiere un valor relativo librado a un contexto espacio temporal en una sociedad determinada. Por lo tanto, es un ideal irracional o una ilusión eterna del hombre y no así un principio esencial del Derecho ni un criterio que orienta en su trabajo al juzgador (Saldaña, 2007; 38).

Sin embargo,  en modo contrario a lo expresado por Kelsen, la justicia sí constituye un valor racional pues constituye una moral justificada, no de meras explicaciones, que construye juicios de valor día a día en el ejercicio jurisdiccional. Y en esa tarea diaria una expresión proactiva de prudencia del juez es, en propiedad, escuchar a las partes involucradas en sus demandas de justicia.

Bajo esta pauta material, escuchar se constituye en una virtud del juez. Mas en extenso, definir si la virtud nace con nosotros o es adquirida, es una discusión con raíces aristotélicas. El Estagirita señala en el Libro II de la Ética nicomaquea que las virtudes no nacen con nosotros sino que las perfeccionamos con nosotros por la costumbre. Escuchar se convierte así en una práctica que constituye ejercicio diario prudente del juez.

A su vez, como ya ha quedado antes anotado, si entre las virtudes cardinales propuestas por el mismo Aristóteles y reforzadas por Santo Tomás de Aquino, encontramos la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, es pertinente reiterar que esta clasificación ya arroja una primera premisa de interés: antepone la prudencia a las demás virtudes, y ello le confiere a aquella un rol prevalente, de tal forma que es la prudencia la base principista para el ejercicio de las demás virtudes. El criterio de una acción prudente es muy sencillo: debe encajar en la constelación de la justicia.(Brandt, 2013; 4) De esa forma, si escuchar es una actitud de realización de la prudencia, asumimos que igualmente se realiza la justicia en el caso concreto.

 

6. Valorar las consecuencias

Los ordenamientos jurídicos no representan más islas autárquicas en el Derecho. Lejanos son ya los tiempos del Estado legal de derecho en el cual, en sus diversas modalidades, el Estado de derecho apenas se manifestaba como un Polizeistaat, un Machtstaat, (Zagrebelsky, 1997; 21) o se veía influido estáticamente por el laissez faire, laissez passer de la historia. En estos modelos acotados primaba un eje lineal de los derechos, dado que el Derecho era solo subsunción y no había más criterio que la sola aplicación de la ley, en clara expresión de ese noble sueño hartiano que buscaba alejar la pesadilla de que los jueces se desviaran de la aplicación de la ley y optaran por los principios.

Un Estado constitucional de derecho, dado lo expuesto, se va a asociar más estrechamente a la prudencia judicial, en la medida que el positivismo alberga una contradicción insalvable: es riguroso en la aplicación de la ley pero ante el vacío que surja en ésta, responde al problema ya no con una secuencia metodológica de aplicación, sino que resuelve el problema confiando en la discrecionalidad del juzgador. La salida acotada no es convincente pero no queda más alternativa para el positivismo jurídico que asumir que, en ese ejercicio de discrecionalidad, el juez ha de encontrar una regla de reconocimiento que le permita asumir que a pesar de los vacíos, la ley ha sido aplicada.

El Estado constitucional, por el contrario, asume que se justifica una dimensión valorativa amplia del problema, superando las bases solo aplicativas del problema. En ese propósito, el positivismo jurídico parece decirle al juez: «Aplica la ley, no importando las consecuencias de la decisión. Por ello la justicia es ciega». Por el contrario, en ese diálogo inmaterial entre el juez prudente y los principios constitucionales de este nuevo tipo de Estado, el constitucionalismo aduce: «Valora con prudencia las consecuencias del problema y opta por una decisión que incluso pueda interpretar en contrario la ley, pero solo si concurren condiciones suficientes de razonabilidad y proporcionalidad».

Lo afirmado nos lleva a aparentes preocupaciones: ¿no queda acaso el juez prudente, sometido a los conceptos jurídicos indeterminados si aplica principios,  valora las consecuencias del problema y opta por no aplicar la ley? De igual forma, ¿cómo desviar la solución del problema del texto mismo de la ley y optar por algo que incluso puede representar una posición contraria de la ley?

A juicio nuestro, las disyuntivas acotadas no son rigurosas en la medida que la noción de un ordenamiento jurídico cerrado y subordinado a la literalidad de la ley, descuida un aspecto clave del problema: el mundo, en especial las instituciones jurídicas, han evolucionado ostensiblemente con la irrupción del Estado constitucional. De esa forma, el ordenamiento jurídico ha sufrido transformaciones radicales que se expresan en un fenómeno más que sustantivo: la constitucionalización del Derecho prácticamente en todas sus manifestaciones existentes.

Hoy ya no existe una autarquía del Derecho, hoy no asistimos ya a una velada de la literalidad de las reglas, hoy no nos hacemos presentes en un ejercicio matemático del frío silogismo de las reglas, sino acudimos a una comunión de los principios con los derechos fundamentales, hoy propugnamos que la ponderación y la proporcionalidad constituyen un ejercicio del espíritu de la justicia en el ideal más alto del ordenamiento jurídico, así como hoy argüimos que la razonabilidad y la proporcionalidad  significan esencia, alma y núcleo vivo del Derecho.

Por consiguiente, el juez prudente no puede cerrar sus ojos a este cambio de escenarios contemporáneos, no puede no escuchar que el sentido de la historia en el mundo de los ideales jurídicos ha sufrido un trascendental cambio, y no puede solazarse en el noble sueño hartiano de que las reglas constituyen mandatos imperativos del todo o nada. Por el contrario, el juez prudente necesita asumir en esa dimensión de cambio de las reglas y su relación con los principios, que deviene necesario atender a las consecuencias jurídicas y extrajurídicas del problema que le ocupa, mas ponderando los derechos fundamentales en juego en el problema que conoce, y asignando por consiguiente, soluciones razonables y proporcionales para el conflicto de reglas o colisión de principios del tema que conoce.

El juez prudente deja así de ser un autómata y se convierte en un abanderado de los derechos fundamentales, y sobre todo, se constituyente en un estandarte de arraigo del Estado constitucional.

 

7. Objetividad y prudencia 

El juez debe ser consciente de una zona de penumbra, principalmente en los casos difíciles. (Saldaña, 2007; 30) Esta afirmación nos conduce a una condición de afectación y amenaza constante en el Derecho: los casos a ser conocidos por el juez usualmente no son sencillos, no son de mera subsunción y tanto las normas como los hechos, en una controversia específica, tienden muchas veces a ser vagos e imprecisos, lo cual nos lleva a determinar situaciones de vaguedad o ambigüedad.

Imaginemos el escenario de una botella con agua y que justamente la misma contenga agua que se encuentre por la mitad del contenido. ¿La botella está medio llena o medio vacía? Sea una u otra respuesta, ambas serán válidas en un lenguaje coloquial y sin embargo, la afirmación que hacemos adolece de cierto margen de indeterminación pues no hay una única respuesta correcta para el asunto en examen.

Ahora bien, si eso sucede con una cuestión coloquial tan sencilla como diferenciar el nivel de agua en un vaso, imaginemos lo que sucede si la norma a utilizar para un caso concreto es vaga o ambigua. Ello ha de requerir un afinado y meditado ejercicio prudente de objetividad, pues efectivamente la tarea de discernir el significado de la una regla se haya expuesta a los famosos «saltos interpretativos» que enunciaba el profesor español García Figueroa, esto es, el juez puede adoptar una u otra interpretación a partir del significado que extraiga de la norma, pero para ello requiere esclarecer la penumbra  e indeterminación que afecta la norma.

Lope de Vega decía que los vicios ponen a los ojos vendas y a las manos riendas. (Platas, 2007; 162) y la afirmación es por supuesto válida cuando el juez pierde objetividad y, por el contrario, asume una posición decisionista frente al problema que se le expone. Esto sucede si el juzgador se basa en factores meramente subjetivos que no cumplen, de un lado, las condiciones mínimas de juridicidad de las reglas aplicables al caso concreto, y de otro lado, tampoco se ajustan a los elementos de razonabilidad y proporcionalidad que informan los principios vinculados al caso materia de controversia.

En el mismo sentido, Maquiavelo recomienda a los servidores públicos «aprender a saber no ser buenos». (Platas, 2007; 164) La afirmación que antecede es por cierto provocativa, pues induce a prácticas que finalmente no gozan de una condición de transparencia. Si bien es cierto que el escenario de Maquiavelo se remonta a los siglos XV y XVI, por otro lado es cierto también que el funcionario judicial prudente es un buen juez, y por oposición, un juez imprudente habrá de basarse en fundamentos subjetivos, alejados de una condición necesaria de toda justificación: su objetividad.

Bajo este mismo enfoque, corresponde preguntarnos por qué existen los juicios de valor subjetivos. Atienza afirma que en los últimos tiempos cobran gran importancia la ética aplicada, vinculada a los grandes problemas, y la ética de las profesiones, relacionada con las ocupaciones mismas. Las razones para este desarrollo han sido, entre otras, el pragmatismo, la complejidad creciente de las profesiones, y la desorientación que la complejidad genera en el mundo de las profesiones. (Atienza, 2001; p. 17) Estas características, en nuestra posición, han generado condiciones de riesgo en la ética de las profesiones, sustantivamente, porque si bien es cierto que el enfoque de praxis es positiva per se en toda profesión, sin embargo, su ejercicio imprudente acarrea una pérdida de objetividad.

De igual forma, es posible que el juez pierda objetividad cuando las profesiones se tornan complejas y ello produzca desorientación. A modo de ejemplo, ¿puede una persona tener más de una progenitora? Veamos el caso de una fertilización asistida en el cual una mujer aporte un óvulo que se fertiliza en un laboratorio, y luego se inserta en un vientre de otra mujer para el desarrollo y posterior alumbramiento del embrión. Finalmente, otra tercera mujer adopta esa criatura, asistida por la ley por cuanto fue su esposo quien fertilizó el embrión. ¿Quién es la madre? El desarrollo incesante del Derecho genético nos plantea problemas parecidos y nos remite al campo de los médicos, abogados y jueces para que, según el caso concreto, se adopten, bajo reglas de razonabilidad y proporcionalidad, principios relevantes como el interés superior del niño, o el derecho al libre desarrollo de la personalidad, en cuanto se refiere a la pretensión de ser padres.

Atienza afirma que son tres los principios rectores de la ética judicial: Independencia, imparcialidad y motivación. (Atienza, 2001; p. 17) Ellos están estrechamente vinculados con el deber de objetividad del juez. El juez prudente es independiente, en cuanto factores externos al mismo no afectan el juicio de valor que debe emitir.  A su turno, la imparcialidad del juez prudente demanda que factores internos no afecten la decisión del juzgador. Por último, la motivación es un ejercicio directo de objetividad, en cuanto las razones a exponer deben cumplir la condición de constituir razones idóneas, necesarias y proporcionales en sentido estricto.

La objetividad, por tanto, constituye al tiempo que una característica del juez prudente, también un necesario parámetro de decisión del conflicto.  Decía Ihering a propósito de un Derecho sin coacción, que éste representa un fuego que no quema, una luz que no alumbra. (Atienza, 2001; p. 17) Esta alegoría es válida enteramente para entender una objetividad debidamente aplicada. Ese espíritu objetivo del juez prudente será un fuego que encienda las luces necesarias para la solución del conflicto, al tiempo que constituirá un faro que avisará a los navegantes que se encuentran próximos a arribar al buen puerto de la justicia aplicable al caso concreto.

Finalmente, pierde también objetividad el juez irascible, si nos referimos a un modelo de juez en el cual no concurren las condiciones idóneas para el desempeño de esta labor. ( Malem, s.f.; 12) El juez irascible podrá incluso resultar un conocedor del derecho, versado en la materia que le corresponde definir, mas no podrá juzgar con prudencia y objetividad, pues precisamente la irascibilidad implica el enorme peso de perder la perspectiva material que el caso exige.

 

Conclusiones

Hemos trazado como objetivo de este estudio ponderar que la prudencia judicial y la argumentación jurídica, asumen una relación estrecha de praxis y de vinculación. La prudencia judicial no constituye solo un haz de voluntades, buenos oficios o concepciones meramente semánticas. Por el contrario, a la luz del ejercicio argumentativo diario del juez, se convierte en una expresión sustantiva de acción, actitud y posición dinámica frente a los problemas que el juez tiene que resolver.

En ese propósito, el Código Iberoamericano de Ética Judicial, concebido como proyecto en 2004 para unificar criterios rectores de conducta en la acción de los juzgadores, ha abarcado un importante conjunto de principios, fines y virtudes, entre los cuales destaca la prudencia como eje base del accionar del juez. De ese modo, no solo la prudencia se constituye en el basamento central de las virtudes cardinales, entre las cuales se encuentran además la justicia, la fortaleza y la templanza, sino constituye un fundamento primordial de estas otras virtudes así como de la decisión judicial.

Son así manifestaciones de la prudencia judicial, contemplada por los artículos 68 a 72 del Código acotado, el autocontrol en la proyección de las decisiones del juez, la necesaria justificación racional de los juicios de valor que emite, características a las que se suma una actitud de escucha hacia lo que las partes exponen como sus posiciones en la controversia.

Adicionalmente, el juez prudente no es autómata en la medida que valora a conciencia las consecuencias de su decisión. Esta característica se engarza estrechamente con la objetividad que la prudencia requiere como condición de fallo, pues ser objetivo no significa la aplicación mecánica de la norma. Por el contrario, una decisión judicial prudente involucra ponderar las características del escenario materia en conflicto, y si acaso la consecuencia del problema a resolver fuera una mayor gravosidad que el problema mismo, pues corresponderá que el juez, en ese efecto de valoración de las consecuencias y guiado por una objetividad vinculada al valor justicia, ajuste razonable y proporcionalmente los efectos de su decisión.

Apreciadas estas manifestaciones, hemos de notar que la prudencia judicial se identifica, en modo estrecho, con las manifestaciones argumentativas del problema. Todas estas expresiones de prudencia, desde autocontrolarse, justificar con racionalidad, escuchar, valorar las consecuencias, hasta la objetividad misma, son expresiones de un ejercicio que se ubica en el contexto de justificación del problema, alejándose así de ese inflexibilidad nominal que implica el método de descubrimiento, nivel en el cual, a modo del mismo juez de Montesquieu, el juzgador es únicamente bouche de la loi, o boca de la ley.

Por tanto, la prudencia judicial bien ejercida representa la actitud de rechazo y abandono mismo del facilismo de la solución que aporta el más rancio positivismo kelseniano, el cual solo conduce a la aplicación subsuntiva de la ley. En esa reflexión, el juez prudente se preocupa por un desarrollo material de sus decisiones, para lo cual encuentra en la argumentación herramientas que van a servir para su propósito de expedir una decisión justa, ponderada y prudente. Solo de ese modo, la labor judicial representa mucho más que un imperativo hipotético kantiano, para asumir la naturaleza exigible no solo de un imperativo categórico sino hasta de un imperativo pragmático.

El mundo de la ciencia del Derecho se ha desarrollado, entonces, sobre estas bases. Negarlo representaría un contrasentido de la historia, cual fallido intento de buscar que las reglas del reloj del tiempo sigan una dirección inversa, y no aquella que las vicisitudes diarias del ser y sus circunstancias imponen. 

 

 [1] Ponencia ganadora del Primer puesto en el XII Concurso Internacional de ensayos en torno al Código Iberoamericano de Ética Judicial sobre el tema «Prudencia judicial»

[2] Doctor en Derecho. Juez Superior Distrito Judicial Lambayeque, Poder Judicial del Perú. Profesor de la Academia de la Magistratura del Perú. Docente Área Constitucional Universidad San Martín de Porres, Filial Chiclayo. Ex becario de la Agencia Española de Cooperación Internacional AECID. Miembro de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional y de la International Association of Constitutional Law. (IACL). estudiofg@yahoo.com

 

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