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zzzk. Bicentenario, democracia y Estado constitucional

Bicentenario, democracia y Estado constitucional

 

Si no hay un número suficiente de personas que quieran la democracia,

nadie podrá salvarla»

Robert Alexy

 

Edwin Figueroa Gutarra[1]

 

Pocas veces se generan retos tan extraordinarios como la conmemoración de un Bicentenario, diríamos incluso que solo una vez en nuestras vidas, y esa especial ocasión constituye el marco idóneo para un balance situacional, desde una perspectiva histórico social, de las relaciones entre «democracia» y «Estado constitucional». Dichas acepciones representan, unidas, cual oxímoron, una democracia constitucional o un constitucionalismo democrático, variantes que a su vez se yuxtaponen en los rasgos de un Estado de derecho que ha evolucionado con problemas, complejidades y dificultades hacia un paradigma contemporáneo: una forma de pacto social que nos atrevemos a denominar, es nuestra propuesta, una democracia fundamental.

Es objeto de este estudio abordar la relevancia de esa mirada histórica y a la vez social, acotada supra, de la democracia en nuestro país, así como sus rasgos constitucionales, a categorizar en esa referida base histórico- social, pues el Bicentenario de la independencia, en rigor, plantea un eje de debate de sucesos relevantes, a lo largo de 200 años de historia desde el 28 de julio de 1821, los cuales han marcado, con creces, un devenir de esta forma de gobierno que, desde la misma concepción griega de Estado y política, es entendida y asumida como la forma menos mala de gobierno.

Así, si intentamos responderle a Norberto Bobbio su histórica pregunta Che cos´é la democrazia, podemos contestar que la democracia se realiza pensando la democracia misma, tarea que se hace más retadora en un contexto presente de pandemia del SARS COV 2 que ensombrece la celebración patria próxima.

En un primer rango de análisis, el contexto histórico de la evolución de nuestra democracia es un rasgo trascendente, dado que nos permite dirigir una necesaria atención, de un lado, a la historia de las ideas políticas, elementos que pueden adjetivarse dentro de juicios de valor bobbianos propios de una filosofía política (Yturbe, 2007, p. 24.); de otro lado, prestamos atención a los sucesos mismos acaecidos en estas dos centurias, elementos que responden a juicios de hecho a insertar dentro del estudio de la ciencia política.

Los avatares históricos que denota nuestra aún joven democracia nos ponen en serios aprietos si buscamos una definición propia de democracia para Perú, pues en 1821 derechos que hoy, vía un importante enfoque incluso convencional de hard law,  ciertamente se presentan consolidados, como por ejemplo el derecho a la igualdad, entre otros derechos iusfundamentales de arraigo, en ese entonces ostentaban un rasgo muy primigenio, de notoria insuficiencia, dado que existía, entre otros importantes fenómenos sociales y como moneda corriente, la segregación social de los indígenas, la misma esclavitud de la población negra, la división acentuada de las clases sociales, entre otros matices.

Se circunscribía el ejercicio de la democracia, entonces, a un grupo restringido de ciudadanos, y según el artículo 17 de la Constitución de 1823, para gozar de esa condición se requería: » ser peruano, ser casado o mayor de veinticinco años, saber leer y escribir, cuya calidad no se exigirá hasta después del año de 1840, y tener una propiedad, o ejercer cualquiera profesión, o arte con título público, u ocuparse en alguna industria útil, sin sujeción a otro en clase de sirviente o jornalero». Solo estos segmentos sociales gozaban del poder del voto y bajo urgencia de inferencias, advertimos por supuesto una notoria ausencia: se excluía del derecho a voto a las mujeres, quienes recién en 1955 lograrían esa importante conquista social en nuestro país.

Un contexto de la naturaleza como el descrito permite sostener, coincidiendo con Manrique, la existencia de una «República sin ciudadanos» (Manrique, 2006, p. 17), en la medida que el Perú emerge a la vida independiente en medio de un vacío de poder y espacios desarticulados. De esa forma, no solo constituye antecedente previo la eliminación de los curacazgos luego de la Revolución de Túpac Amaru II en 1780, lo cual redujo las estructuras de poder andinas, sino las propias élites limeñas, leales al rey de España, pierden sus otrora privilegios coloniales (Manrique, 2006, p. 17).

Fue golpe de gracia para la incipiente economía de entonces, incluso, la pérdida del yacimiento minero de Potosí, antes conectado con las minas de Huancavelica, situación que a su turno rompió la columna vertebral de la economía peruana colonial. Ello generó, además, un caos que a su turno permitió la aparición de nuevos poderes locales, como la emergencia del gamonalismo y el militarismo (Manrique, 2006. p. 17), figura esta última que resultaría gobernando el país durante parte considerable de los siglos XIX y XX.

Manrique (2006) acota otra muestra relevante de la historia republicana del Perú y la expresa en el racismo colonial, pues «se fundó el estado allí donde no había nación» (p. 25), dado que se «naturalizaban» las desigualdades sociales. Este racismo colonial se manifestó en un racismo antiindígena con expresiones claras de segregación racial. Sin embargo, he aquí una manifiesta contradicción: si esos indígenas adolecían de una «incapacidad natural», como se les achacaba, entonces ¿cómo se explicaba la grandeza del imperio de los incas si precisamente esos indígenas provenían de aquella raza guerrera? Manrique (2006) sostiene que estas justificaciones no eran válidas, pues ese ataque frontal a los indígenas solo respondía a que «disponer de la fuerza de trabajo indígena, (lo cual) era considerado un derecho por las autoridades políticas, judiciales y eclesiásticas.» (p. 28)

La historia se hizo más compleja después: el país se declaró en bancarrota en 1876 (Manrique, 2006, p. 36), y en 1879 sobrevino la guerra con Chile, agravando las cosas el aciago resultado del cercenamiento del territorio nacional con la pérdida de las provincias peruanas de Tarapacá y Arica. La situación empeora más adelante con la guerra civil de 1895, la cual a su vez concluye con la expulsión del poder de Andrés Avelino Cáceres, asumiendo plenos poderes Nicolás de Piérola. Manrique alude a la existencia, en ese contexto, de un «país bloqueado», en referencia a la inestabilidad política del siglo XX, centuria en que se materializan diversos golpes de estado (Sánchez Cerro en 1931, Velasco Alvarado en 1968, Fujimori Fujimori en 1992), entre otros.

Los esbozos históricos que anteceden nos permiten un breve diagnóstico del Perú como incipiente democracia, con problemas de envergadura como el centralismo, problema al cual se unen otras crisis: de representatividad, expresada en la fuerte variabilidad de las adhesiones a los diferentes partidos y movimientos políticos; de crisis económica; del fracaso del intento velasquista de la modernización de la sociedad peruana; del estado mismo, por su progresivo distanciamiento de la sociedad a la que decía servir; y de la herencia colonial no resuelta. (Manrique, 2006, p. 47)

La vida del Perú como nación, a lo largo de estos 200 años, inferimos, por consiguiente, ha transcurrido entre intentos de vivir en democracia. A su manera, cada régimen ofreció un cambio trascendente de las condiciones de vida de los ciudadanos, pero en rigor, las crisis de país acumuladas en dos centurias, nos conducen a incidir en lo que Bobbio llama «las promesas incumplidas de la democracia» (Yturbe, 2007, p. 10), en la medida que desde una «definición mínima» de democracia (Yturbe, 2007, p. 19), existen valores a incorporar como condiciones necesarias de funcionamiento de un régimen. Esos valores han funcionado en un nivel mínimo en estos dos siglos de historia en el caso peruano, pues un balance objetivo de nuestra evolución como país arroja el escenario- balance de una muy frágil democracia.

Podemos hablar también de una «soledad de la democracia» (Yturbe, 2007, p. 17), pues las diferencias pueden resultar manifiestas entre los ideales democráticos y la «democracia real», o entre lo que la democracia habría permitido ser y la «cruda realidad» (Yturbe, 2007, p. 30). Es propio inferir, por consiguiente, siguiendo a Bobbio, que la democracia es una «gran dicotomía» (Yturbe, 2007. p. 37), rememorando un estilo hobbesiano que discurre entre la guerra, en estado de naturaleza, y la paz, en el ámbito del estado.

Las contradicciones son incluso mayores: se refuerza, y esto es plenamente válido para nuestro país, la noción de «democracia asediada» que construye Lalatta, o «aquello que queda de la democracia» de Preterossi, o «cómo fracasa la democracia» de Simone, o por último, que nos encontremos frente a una «democracia desfigurada», como señala Urbinati. (Riccobono, 2017, p. 19)

Las figuras descritas, o giros graves de la democracia propios de un Estado que aspira a ser una democracia fundamental, nos señalan un camino complejo: la democracia resulta efectivamente asediada por valores anti democracia, esto es, aquellos que niegan la vigencia material de un régimen con libertades ciudadanas irrestrictas. De esa manera deviene cierto el riesgo de que esa democracia fracase o se convierta en un país fallido en cuanto a ideales democráticos de libertad, igualdad y fraternidad, si nos atenemos a los valores históricos de 1789. O más aún, que la democracia misma resulte herida de muerte si existen regímenes autocráticos o de facto, con lo cual es plenamente válida la acepción de una democracia desfigurada. Si ello sucede, a modo de examen histórico, nos corresponde preguntarnos qué queda de los intentos por vivir en democracia en toda nuestra historia republicana.

Presentadas estas contradicciones de la democracia y ateniéndonos a un diagnóstico fallido, dado que nunca alcanzó Perú verdaderos escenarios democráticos de ancha base, es de mencionarse, sin embargo, que el espíritu de la historia, ese famoso Volksgeist hegeliano, nos empuja a persistir en el arquetipo democrático. La viabilidad de las democracias, consecuentemente, se convierte en un imperativo categórico para toda comunidad contemporánea. Un estudio de The Economist en relación a la democracia nos señala que:

En 2019, la democracia global se deterioró. Esto revela el Indice de Democracia 2019 de la Unidad de Inteligencia de The Economist, el cual señala que casi la mitad de la población mundial vive en una democracia de algún tipo, pero solo el 5.7% de ellos vive en una «democracia plena». Este índice brinda un panorama del estado de la democracia global al analizar 165 países y dos territorios, lo que cubre a casi toda la población del mundo. (IMCO. 2020)

Fijado el esbozo anterior, deviene necesario desarrollar un engarce de esta noción de la vigencia de una democracia con la naturaleza propia del Estado constitucional, y he aquí que confluye una interrogante de relevancia: si la democracia, tal como la hemos presentado, está en crisis, ¿es también una crisis del Estado constitucional? (Riccobono, 2017, p. 21).

En propiedad, ambos conceptos se entrelazan, y si el modelo de Estado constitucional de derecho incorpora el máximo nivel de confianza en el Derecho como generador de democracia (Riccobono, 2017, p. 24), creemos que sucede que el Estado constitucional no es legibus absolutus, es decir, no existe de forma independiente al derecho, pero procura, como tarea permanente, consolidar la democracia como un régimen en el cual los derechos fundamentales pretenden ostentar plena vigencia.

Con ello afirmamos una relación indisoluble entre democracia y Estado constitucional, pues se trata de conceptos que van de la mano, entrelazados, y uno se diluye sin el otro. Bajo esa pauta, solo hay democracia fundamental, esto es, una democracia con pleno respeto de los derechos fundamentales, dentro de un Estado constitucional, y solo existe un Estado constitucional con aspiraciones de realización dentro de un régimen democrático.

Coincidimos, de esa forma, en que los principios del Estado de derecho, en un contexto de democracia son: la división de poderes, la garantía de protección jurídica; la dignidad, igualdad, libertad y autonomía de las personas; el mismo principio de proporcionalidad; y la primacía del derecho sobre la política. (Lara, s.f, p. 818), y se trata de vectores consustanciales del Estado constitucional, en el cual las relaciones entre Derecho y moral se vuelven convergentes.

Ciertamente, en relación a la vinculación entre Derecho y moral, es de advertir que «como lo hace notar Eugenio Bulygin, la relación entre el derecho y la moral es casi tan vieja como la disputa sobre el derecho natural, existiendo diversas tesis que defienden su conexión o separación». (Lara, s.f., p. 821). Esta aseveración nos conduce a la necesidad de definir si estamos ante la moralización del Derecho o la juridificación de la moral (Riccobono, 2017, p. 28), y en propiedad, estamos frente a la expresión de un Estado constitucional en el cual la democracia, como forma de vivencia, permite una reconciliación entre el Derecho y la moral. Así, se supera esa conocida tesis kelseniana de estricta separación entre el Derecho y la moral.

¿ Y por qué no se produciría ese escenario en un régimen de facto? Pues porque en este último es cierto el aforismo auctoritas non veritas facit legem, es decir, la autoridad, por su sola condición de autoridad, hace la ley, mientras que en una democracia el eje es inverso: veritas non auctoritas facit legem, es decir, es la verdad la que hace la ley por sobre la autoridad.

Por otra parte, es un rasgo del Estado constitucional en democracia, la existencia de Tribunales constitucionales, los cuales bien pueden ser calificados como un cuarto poder (Lara, s.f., p. 823), dadas sus atribuciones en relación al control de constitucionalidad, asistiéndoles incluso la prerrogativa de expulsar leyes del ordenamiento jurídico. Nuestra joven democracia de dos siglos ha afianzado esta característica: de existir leyes incompatibles con la Constitución, éstas son expulsadas del ordenamiento jurídico, y objetivamente aquí no hay invasión de competencias de otros poderes, sino concretamente acciones de control constitucional.

Por último, es de anotar otro rasgo evolutivo del Estado constitucional y es la viabilidad de un Estado internacional de Derecho (Lara, s.f., p. 824), esto es, la referencia concreta a países en procesos de integración, como es el caso de la Unión Europea. De esa forma, el Estado constitucional y su convergencia democrática asumen un matiz de mayor involucramiento, en tanto nos encontramos frente al reto de ensanchar las bases democráticas del Estado a través de procesos de integración.

Podemos entonces afianzar, a título de conclusión, la noción de un trípode de interés en relación a los ítems acotados: nuestro Bicentenario, como elemento de apoyo histórico, nos permite destacar dos valores en guisa: uno primero referido a la necesaria vigencia de la democracia, como contexto de evolución óptimo de una sociedad, y un necesario referente de correlación: el Estado constitucional, nociones que nos permiten construir la idea de una democracia constitucional o un constitucionalismo democrático, como referentes de consolidación. Ello goza de carta de ciudadanía en nuestra expresión final de una democracia fundamental, como referente de un Estado de derecho en el cual la vigencia plena de los derechos fundamentales constituye la raison d´étre, o razón de ser, de una sociedad.

 

Publicado en “Reflexiones constitucionales sobre el Bicentenario. Significado, importancia y retos en la forja del Estado Constitucional peruano”. Lima. Centro de Estudios Constitucionales. Tribunal Constitucional del Perú. 2021. 674pp.

 

[1] Doctor en Derecho. Juez Superior Distrito Judicial Lambayeque, Poder Judicial del Perú. Profesor de la Academia de la Magistratura del Perú. Docente Área Constitucional Universidad San Martín de Porres, Filial Chiclayo. Ex becario de la Agencia Española de Cooperación Internacional AECID y del Consejo General del Poder Judicial de España. Miembro de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional y de la International Association of Constitutional Law. (IACL). efigueroag@pj.gob.pe

 

BIBLIOGRAFIA 

IMCO (20 de febrero de 2020).  Los países más y menos democráticos en 2019 via The Economist.

Recuperado de https://imco.org.mx/los-paises-mas-y-menos-democraticos-en-2019-via-the-economist/ 

LARA M. (s.f.). Democracia, Estado de derecho, y Estado constitucional de derecho. Estudios en homenaje a Héctor Fix-Zamudio. Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Recuperado de https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/6/2556/36.pdf

MANRIQUE N. (2006). Democracia y nación. la promesa pendiente En La democracia en el Perú: Proceso histórico y agenda pendiente.

Recuperado de

http://repositorio.minedu.gob.pe/bitstream/handle/20.500.12799/421/238.%20La%20democracia%20en%20el%20Per%C3%BA%20Proceso%20hist%C3%B3rico%20y%20agenda%20pendiente.pdf?sequence=1&isAllowed=y

RICCOBONO F. (2017). Democracia y constitucionalismo. En Derechos y libertades Traducción de Francisco Javier Ansuátegui Roig. DOI: 10.14679/1045 Número 37, Época II, junio 2017, pp. 17-29.

Recuperado de https://core.ac.uk/download/pdf/288499673.pdf

YTURBE C. (2007). Norberto Bobbio. Pensar la Democracia: Instituto de Investigaciones Filosóficas. Universidad Nacional Autónoma de México.

Recuperado de http://www.filosoficas.unam.mx/docs/431/files/Pensar_la_democracia.pdf

 

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