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zzzt. Corrupción, democracia y derechos humanos

Corrupción, democracia y derechos humanos: una relación en construcción

 

Edwin Figueroa Gutarra

Corte Superior de Justicia de Lambayeque

(Lambayeque, Perú)

Contacto: efigueroag@pj.gob.pe

https://orcid.org/0000-0003-4009-3953

  

La ignorancia, el olvido o el menosprecio hacia los derechos del hombre
son las únicas causas de las calamidades públicas
y de la corrupción de los gobiernos
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789 

 

RESUMEN

Las relaciones entre democracia y derechos humanos suelen ser de progresividad, a diferencia de la corrupción, fenómeno histórico que plantea condiciones de regresividad. Establecer una vinculación entre estos tres conceptos nos conduce, necesariamente, a una pretensión de reforzamiento de la democracia, de un lado, así como a una aspiración por la mayor vigencia de los derechos humanos. Reducir los efectos nocivos de la corrupción es hoy una tarea urgente para todo Estado, y de ahí la necesidad de repensar el tema de medidas que se deben adoptar, una y otra vez. Se trata de retos impostergables. 

Palabras clave: corrupción; democracia; derechos humanos; medidas contra la corrupción.

 

 ABSTRACT

The relations between democracy and human rights tend to be progressive, unlike corruption, a historical phenomenon that poses regressive conditions. Establishing a link between these three concepts leads us, necessarily, to a claim to reinforce democracy, on the one hand, as well as an aspiration for the greater validity of human rights. Reducing the harmful effects of corruption is today an urgent task for every State, and hence the need to rethink the issue of measures to be adopted, over and over again. These are unavoidable challenges.

Key words: Corruption, democracy, human rights, measures against corruption.

1. Introducción 

La corrupción es un término que presenta ribetes de complejidad. En rigor, no todo acto de corrupción implica, en estricto, una violación de derechos humanos, y cuando sí tiene lugar un esbozo de afectación de estos derechos por parte del acto corruptor, entonces suele ocurrir una violación muchas veces indirecta. En ese orden de ideas, resulta necesario realizar una delimitación de cuál es el nivel de lesión a los derechos humanos, ya que los estándares de transgresión directa e indirecta pueden a su vez variar en función de determinados factores.

En esa escena con pretensiones definicionales aparece la referencia a la democracia como un elemento relevante, pues he aquí la necesaria consideración de que la corrupción constituye una suerte de traición directa a los principios de ética democrática, una de cuyas vertientes kantianas la constituye el imperativo categórico de hacer el bien sin distinción. Y, en propiedad, la corrupción vacía de contenido formal y material la democracia, puesto que no solo implica una conducta que prevalentemente transgrede las normas procedimentales de rigor de un correcto funcionamiento de la Administración pública, estamento base de todo Estado, sino que lesiona el deber de corrección que toda democracia importa, lo cual a su vez evidencia que fallan las bases mismas del Estado de derecho cuando la corrupción asciende a niveles de macrocorrupción.

Enlazadas las ideas que graficamos supra, buscamos esbozar, sin pretensiones de autoridad, qué implica la corrupción, aproximarnos a una definición de esta, escrutar su contenido y dar cuenta de la complejidad de su definición, pues deviene necesario contextualizar la corrupción, más aún cuando esta sí implica una transgresión normativa.

De la misma forma, importa desarrollar un análisis del nivel de afectación de la democracia, como norma de convivencia social, cuando la corrupción mina esa confianza necesaria que implica el pactum societatis hobbesiano, de acuerdos mínimos para convivir socialmente. Aquí la corrupción —nuestra mención es enfática— es una de las tantas expresiones de esa alegoría del homo homini lupus, u hombre lobo del hombre, en tanto describe una especie de rompimiento de reglas del pacto social. Más aún, debe preocuparnos que la corrupción, en casos extremos, adquiera niveles preocupantes de distorsión que convierten democracias plenas en Estados fallidos, desnaturalizando así la esencia del Estado de derecho.

A continuación, una idea eje siguiente en este estudio es desarrollar una aproximación a la noción de vinculación entre corrupción y derechos humanos, sobre la idea central de que no todo acto corruptor va a significar una transgresión manifiesta de los derechos humanos. Interesa aquí efectuar una correlación de contenidos de ambos conceptos, para una mejor delimitación de cuándo ocurre, a partir de un acto corruptor, una afectación de los derechos humanos.

En suma, es nuestra intención armar un trípode en el cual advirtamos que la corrupción ha trascendido desde tiempos inmemoriales, pero en la actualidad lo ha hecho con más énfasis, y ha escalado para convertirse en una de las amenazas más serias a la democracia y al Estado de derecho.

De igual forma, en esa visión triangular de dichos elementos, es menester entender que los derechos humanos, en una gran mayoría de situaciones acotadas, resultan igualmente afectados, con lo cual se supera la idea anquilosada, como se entendía antaño, de que la corrupción constituía un fenómeno aislado. Hogaño, es de suyo necesario asumir que la corrupción ha llegado a vulnerar el corazón mismo del Estado de derecho, a tal punto que existen Estados que han pasado a ser, de «democracias plenas», en la clásica definición del Índice de Democracia 2022 de The Economist, a «democracias defectuosas», «regímenes híbridos» y «regímenes autoritarios».

La pregunta vital es, entonces, qué hacemos para frenar la corrupción, cómo logramos aminorar sus índices, y cuáles esfuerzos son necesarios, en un plan de más largo plazo, para erradicarla de nuestras democracias. He aquí que pretendemos construir un glosario de medidas necesarias para ese propósito, todas ellas políticas públicas que, bajo reglas de mayor transparencia, apunten a la consolidación del Estado de derecho. Y solo si este se afianza, estamos ante una democracia plena. Es esta última el ámbito al que nos corresponde aspirar como ciudadanos convencidos, y nos sirve de ejemplo el caso de los griegos, al referirse a que la democracia no es la mejor forma de gobierno, pero es objetivo señalar que es la menos mala de todas las formas de gobierno existentes.

2. La corrupción y la complejidad de sus contenidos 

Es complejo definir el fenómeno de la corrupción. De pronto argüimos un contexto peyorativo respecto al acto corruptor y sus partícipes y, sin embargo, asumiendo que no todo acto de corrupción lesiona gravemente los derechos humanos, podríamos acaso tentar preguntarnos si hay una corrupción benigna y otra, aquella que lesiona derechos humanos, de carga enteramente negativa. Consideramos que todo acto corruptor constituye una transgresión moral, en mayor o menor grado. Si el contexto es de vulneración de derechos humanos, por cierto, la carga moral negativa es mayor. Si se trata de un acto de corrupción que no transgrede el ordenamiento penal de un Estado, esa anomia de persecución penal no implica que no haya un dilema ético. Por cierto, que lo hay, diremos en menor grado, pero finalmente habrá reprobación moral.

Malem (2015) señala con acierto que cuatro aspectos caracterizan a la corrupción; en un primer orden de ideas, ha atravesado todas las épocas; a renglón seguido, identifica que se ha manifestado en todas las zonas del planeta; en tercer lugar, ha afectado todos los sistemas políticos; y, finalmente, ha afectado toda actividad humana, pública o privada (p. 65).

La aseveración que antecede es enteramente gráfica: la corrupción se remonta al origen mismo del hombre, a su estado incluso de naturaleza y, desde ya, ha convivido con el ser humano. Entonces, se trata de un fenómeno de larga data. De otro lado, no existen Estados welfare o de bienestar ajenos a la corrupción, y una zona sur en vías de desarrollo más proclive a la corrupción. Esta ha penetrado, validando la tesis de Malem, todo sistema de convivencia social, desde democracias plenas hasta regímenes autoritarios y, sin embargo, he aquí una necesaria atingencia con pretensiones de taxatividad: donde hay más corrupción, existe, como lógica de necesaria conclusión, mayor violación de los derechos humanos.

Finalmente, las fronteras de la corrupción se difuminan hoy entre lo público y lo privado. Contemporáneamente, la separación hoy es más tenue. La actividad pública tiene incidencia sobre la privada y esta, a su vez, interactúa, en mayor o menor grado, con la pública. Sin perjuicio de lo expuesto, hay una mayor gravedad en la corrupción de funcionarios públicos, pues la lesión al correcto funcionamiento de la Administración pública, como bien jurídico protegido, tiene un efecto transversal de mayor connotación.

En definiciones complementarias, podemos observar que la ONG Transparencia Internacional considera la corrupción como el «abuso de poder encomendado para obtener beneficios privados» (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 12). La premisa aquí sostenida es objetiva: la corrupción, en su condición de desvalor, representa un exceso frente al poder del cual se goza. El agente corrupto abusa de las facultades encomendadas en beneficio propio, y con ello causa perjuicios, en mayor o menor grado, a los derechos humanos de un colectivo determinado de personas.

Normativamente, en esta misma línea definicional, la Convención de las Naciones Unidas, del año 2003, contra la corrupción alude que

La corrupción es una plaga insidiosa que tiene un amplio espectro de consecuencias corrosivas para la sociedad. Socava la democracia y el Estado de derecho, da pie a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, menoscaba la calidad de vida y permite el florecimiento de la delincuencia organizada, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana.

La definición acotada es, desde nuestro punto de vista, bastante completa. Como plaga, la manifestación es objetiva en el sentido de que la corrupción no ha podido ser erradicada, y hemos de arriesgarnos a convivir con ella si no se intensifican las políticas públicas encaminadas a ello. Por otro lado, calza la noción de corrupción ofrecida en el propósito de este estudio, en la medida que significa una deconstrucción de la democracia como modelo de Estado de derecho, además de reafirmarse que viola derechos humanos. Por último, es la corrupción fuente de alimentación de diversas amenazas a la seguridad de las sociedades, en tanto ella suele asociarse a otras modalidades endémicas de delincuencia.

Las acotaciones formuladas son claras. De un lado, la corrupción parece haberse afianzado en los últimos lustros, al ostentar cierta impunidad, dado que no siempre es sancionada, y cuando lo es, suele ocurrir que ello tiene lugar sin la contundencia necesaria. De otro lado, las perspectivas de crecimiento de las sociedades se reducen, pues la corrupción, muchas veces, al existir ausencia de fiscalización, genera servicios públicos sin la calidad de supervisión necesaria.

A modo de ejemplo concreto, si un proveedor logra, bajo prácticas desleales, un beneficio en una obra determinada, es muy probable que, rota la regla de la sana competencia, aquel servicio encarecido por la dádiva a desembolsar, represente un sobrecosto que se traduce, al final, en que el Estado paga más por menos.

En otro ámbito de enfoque, las modalidades de actos de corrupción son recogidas por la Convención Internacional contra la Corrupción, y el artículo VI de dicha norma prevé, en su numeral primero, diversas formas de enriquecimiento ilícito, soborno, obtención general de beneficios ilícitos, aprovechamiento doloso y ocultación de bienes, y asociaciones ilícitas, además de hechos que sean catalogados en la legislación interna de cada Estado (CIDH, 2019, p. 22).

Podemos concluir que esta enunciación es referencial, a la luz de la evolución incluso tecnológica que ha adquirido la corrupción. Aludimos, con esta atingencia, a que el avance de formas de corrupción se adapta al desarrollo de las sociedades, y es previsible que los Estados se vean en la necesidad de regular, normativamente, la persecución de nuevas formas de corrupción. Es evidente que la corrupción busca, continuamente, modalidades de adaptación al mercado.

La trascendencia económica de la corrupción es otro fenómeno para considerar: ella fue, según cifras estimadas del Banco Mundial de 2004, de unos 50 billones de dólares hacia el año 1995. Esta cifra se disparó a 1000 millones al año 2005 (Malem, 2015, p. 66). El crecimiento, a todas luces y tan solo diez años después, ha sido exponencial.

Estas cifras tienen una connotación colateral que nos hace reflexionar: ¿cuánto se dejó de construir en obra pública a causa de estas ingentes cantidades? Advirtamos un aspecto muy importante: la corrupción hace desaparecer las reglas de eficiencia del mercado. Si una obra pública es sobrevalorada, entonces es menos probable un esfuerzo del proveedor por mejorar la calidad del producto. Este tiende a ser de notoria calidad inferior y, por tanto, la fiscalización de calidad en la obra o bien desaparece, o bien es muy tardía.

Un ejemplo de relevancia es el terremoto en Turquía en 2023: no solo tuvo lugar una cifra superior a las 40 000 muertes por dicho fenómeno telúrico, sino que además de muchas muertes de personas en edificios endebles, tras el movimiento sísmico decenas de miles de condominios necesitaron ser demolidos. ¿La causa? Flagrantes omisiones en los ámbitos de seguridad de muchas construcciones. ¿La causa anterior a esta? Corrupción en la concesión de permisos de construcción y ausencia de control.

Un intento de levantamiento de datos sobre la regionalización de la corrupción no aporta buenas noticias para las Américas (Seinfeld, 2023, párr. 2), según señala el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2022, de Transparencia Internacional, que clasifica a 180 países y recoge opiniones del Banco Mundial, el Foro Económico Mundial, empresas privadas de consultoría y evaluación de riesgos, entre otros. El informe a que aludimos arroja una media de 43 para las Américas en una tabla que va de 0 a 100, esto es, estamos en menos de la mitad del conteo. Canadá (74), Uruguay (74) y Estados Unidos (69) aparecen mejor ubicados, en tanto Nicaragua (19), Haití (17) y Venezuela (14) denotan serios problemas de percepción. Perú llega a un puntaje de 36.

En relación con los factores que generan la corrupción, la Oficina Antifrau de Catalunya (2020, p. 8) nos brinda un esbozo de interés que amerita ser desarrollado. Señala al efecto que la tesis más difundida es la de Klitgaard, la cual señala que concurren, respecto al fenómeno de la corrupción, las siguientes circunstancias: monopolio de poder, discrecionalidad en las decisiones y ausencia de mecanismos de control, asumiéndose que estos son factores de base. Como elemento contributivo, acota Klitgaard el rol que cumple la impunidad como un factor que incrementa las prácticas corruptas. Cierra su cita con los factores socioculturales que permiten la sostenibilidad de este fenómeno.

Advirtamos que se trata de elementos que fomentan la corrupción. Un monopolio va a implicar ausencia de competidores y, por tanto, un manejo vertical de la oferta de determinados bienes y servicios. A su vez, si la discrecionalidad de los funcionarios es demasiado amplia, entonces hay un problema de configuración de las normas sobre la materia en el ámbito de potestades. Por otro lado, un elemento central en estas causas es la falta de mecanismos de control, lo cual nos lleva a poner de relieve la exigencia de transparencia en las contrataciones públicas. En estas, debe ser posible que los ciudadanos puedan fiscalizar los movimientos que realizan entidades públicas, cuando de inversiones del Estado se trate. Deberíamos poder contar con mecanismos que permitan a los ciudadanos escrutar, sin mayor dificultad, los detalles de importantes compras de bienes y servicios que el Estado realice. Hay un avance al respecto en los países de la región, pero es notoriamente insuficiente.

En palabras de Almagro, adicionalmente, tenemos que «la corrupción es una enfermedad hereditaria, autoinmune, de cualquier sistema político donde los seres humanos son sus operadores. No reconoce fronteras de ningún tipo, ya sean ideológicas, de color político, incluso de niveles de fortaleza institucional» (Instituto de Estudios Constitucionales, 2018, p. 13).

La heredad a que se alude nos remonta a tiempos inmemoriales y hemos de aceptar, con pesar, que antes que haber sido erradicada la corrupción, los últimos lustros han evidenciado un reforzamiento de este fenómeno. Por último, la corrupción invade todos los escenarios de la vida humana, aún las democracias plenas o más prósperas, esto es, ser una democracia plena no es óbice para que allí germine la corrupción. Por tanto, la corrupción no es sectorial, es global, transversal e invasiva respecto de todas las actividades humanas. 

 3. Democracia y corrupción: una relación de oposición 

Aun siendo la democracia la forma menos mala de gobierno, es pertinente que señalemos que, conforme acota Malem (2015), ella no ha sido capaz de eliminar la corrupción (p. 63). No se trata, en este orden de ideas, de acusar de insuficiencias al modelo de democracia, mas no debemos dejar de advertir que, por excelencia, la democracia es el modelo de las libertades y, por consiguiente, también de los excesos que acarrean esas libertades. 

La corrupción vendría a ser, de acuerdo con lo sostenido, un exceso, en sentido negativo, de la libertad que implica la toma de decisiones respecto a los deberes de función que involucra el correcto funcionamiento de una institución, sea pública o privada. Por su trascendencia, nos hemos de centrar en el ámbito público, sin dejar de acotar que la corrupción también atraviesa el sector privado, mas esta adquiere otros matices que se deben escrutar. Lo grave de la referencia al sector público reside en que la acotación tiene lugar respecto a fondos públicos y, por tanto, pertenecientes a un erario de todos. Por tanto, atañe al destino de un colectivo humano más amplio.

Nuestra afirmación se extiende y engarza con otro signo distintivo de la corrupción. La corrupción en sí misma, según Malem (2015), constituye una deslealtad hacia el sistema democrático (p. 67). Esta afirmación parte de la idea de que, en democracia, existe un deber de sujeción a los valores éticos de esta forma de gobierno. Por tanto, funciona el pacto social de que cada quien se sujeta a un mínimo de obligaciones para con la sociedad: deberes ciudadanos, respeto por las normas, observancia del Estado de derecho, entre otros.

Esas lealtades fundamentan la ética pública que acotamos y sostienen, a su vez, el Volksgeist, o espíritu de confianza del pueblo en sus instituciones. La corrupción, en sí misma, socava las bases de esa pirámide democrática, rompiendo el acotado deber de sujeción ciudadano, en cuanto el acto corruptor no solo va en contra de la ley, las más de las veces, sino que rompe la necesaria sujeción al conjunto de reglas éticas que implica la democracia, así como expresa una deslealtad o apartamiento de un correcto accionar.

Chaves (2022) cita, en esa misma línea, una interesante definición de Garzón y señala que «la corrupción […] implica siempre un acto de deslealtad o hasta de traición con respecto al sistema normativo relevante» (p. 34). Hemos de sumar, a lo reseñado, que la traición efectivamente ocurre con relación a los deberes funcionales que se deben ostentar en todo sistema democrático. La corrupción, entonces, no solo constituye un desvío de la forma correcta de desempeño de un funcionario público, sino que este traiciona sus principios de debida diligencia.

Por otro lado, podríamos anotar que la corrupción identifique un contexto donde se logra un beneficio particular, por la comisión de un ilícito u omisión de determinado deber. Y, sin embargo, Malem (2015) anota que la corrupción no es un juego cooperativo donde todos ganan
(p. 68).

Todos pierden, en rigor, con la corrupción: aquel que promete, en tanto evade reglas de competencia, por ejemplo, en un concurso público de obras. Las personas y las instituciones que prometen pierden prestigio en este tipo de situaciones. A su vez, el corrompido fue desleal con la democracia y cortó el camino, tomando un atajo indebido de percepción de un beneficio usualmente económico. Pierde la sociedad, pues la corrupción significa un envilecimiento de las reglas mínimas de correcto funcionamiento de la Administración pública y, a su vez, dicha pérdida se traduce en la prestación de servicios de menor calidad: precios encarecidos, productos de menor valor en cuanto ya no hay verdadera competencia, bienes sin garantías, etc.

Acota Malem (2015) que la corrupción tiene un impacto gravísimo en el sistema democrático, además de subrayar que «el principio de la mayoría, como rector de la toma de decisiones democráticas, que es a su vez piedra basal de la idea misma de democracia, se destruye» (p. 68).

He aquí una anotación de mayor valor en la medida que la corrupción acarrea que las decisiones políticas ya no sean adoptadas con el sentido propio del interés general, sino en función de intereses particulares corruptores. El corsi e ricorsi de la democracia, esto es, el ir y venir de la democracia parte de una idea matriz de que es un interés difuso, amplio y extendido aquel que ha de ser beneficiado por las decisiones políticas. La corrupción, valga el énfasis, rompe esa voluntad general rousseauniana para desviarse hacia intereses particulares.

A tenor de lo expuesto, podemos pensar en una relación de oposición entre democracia y corrupción, basados en la idea de que esta última es de suyo incompatible con la primera. Y si bien la corrupción es transversal respecto a la democracia, es decir, que tiene presencia incluso en el modelo más sostenido de democracia, resulta necesario trabajar con énfasis en su erradicación. ¿Es una tarea sumamente compleja? Por supuesto que sí. ¿Es una labor imposible? En definitiva, no.

En esa misma ruta de ideas, si «la corrupción es uno de los más serios obstáculos para consolidar un sistema democrático sólidamente fundado en el respeto del Estado de derecho y los derechos humanos» (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 7), hemos de inferir que el Estado de derecho plantea exigencias y niveles, cuando menos mínimos, de respeto por las reglas de convivencia en sociedad. Si la corrupción desvía fondos públicos que deben satisfacer necesidades de una colectividad, se vuelven las espaldas a la confianza en las autoridades que el acto eleccionario significa, en cuanto se desnaturaliza un mandato popular. En otros términos, ese funcionario público corrupto defrauda la confianza popular puesta en su persona.

En adición a lo expuesto, Almagro señala que «la enfermedad de la corrupción hace que la democracia se debilite y empieza a generar importantes disfuncionalidades» (Instituto de Estudios Constitucionales, 2018, p. 16). De esta afirmación se desprende que, efectivamente, una democracia deviene en fallida cuando sus distorsiones son excesivas. La democracia necesita ser fuerte para un pleno disfrute de las libertades públicas que el Estado de derecho acarrea. En estado de falencia, esas libertades decaen, sin más. La corrupción, entonces, es una de las disfuncionalidades más graves del Estado de derecho.

Nash (2019) destaca, en este mismo análisis y como otro valioso planteamiento, que

la centralidad de los derechos humanos en las últimas décadas se funda en un acuerdo ético y legal de que estos constituyen un pacto mínimo –moral y jurídico– sobre la forma en que el Estado (poder legítimo) debe tratar a los individuos sujetos a su jurisdicción y cuya protección no solo queda entregada a la soberanía nacional, sino que también es asumida como un compromisocon la comunidad internacional. (p. 19) 

La acotada centralidad de los derechos humanos no debe ser entendida como una forma de human rightism (Tablante y Morales, 2018, p. 76), es decir, una especie de derecho humanitis en cuanto a que todo devenga derechos humanos, y que haya que proteger una situación determinada simplemente porque involucra derechos humanos. Esto equivaldría a una especie de hiperactivismo judicial, desbordado, irreflexivo, voluntarista.

Aquí es de relevarse que los derechos humanos expresan un rol de valor en cuanto a la persona, y de suyo, habrá que proteger, en condiciones de razonabilidad y proporcionalidad, los derechos de quienes resultan afectados por los efectos de un fenómeno de corrupción, así como el Estado se ve en la necesidad, igualmente, de tutelar el derecho al debido proceso de aquella persona que resulta agente activo de corrupción. Esta debe ser condenada con el máximo rigor legal, pero por supuesto, dentro del marco de la ley y la Constitución.

A tenor de lo expuesto, entonces, no hay un exceso de los derechos humanos, sino un rescate de su centralidad, expresada en que corresponde un rol de equilibrio en la dilucidación de cuestiones que atañen a los derechos humanos a partir de fenómenos de corrupción.

Desde otro ángulo de enfoque, la democracia expresa, cualitativamente, un ejercicio más amplio de la libertad de contratar y de los efectos de esta, en cuanto hay mayor libertad económica. Pero esta históricamente ha estado sujeta a diversos niveles. Las experiencias controlistas de los años setenta del siglo pasado en América Latina transcurrieron y cedieron su espacio a corrientes de apertura. De esa forma, «la liberalización de los mercados, los procesos de privatización de empresas públicas y de servicios públicos, sentaban las bases para nuevas figuras ilícitas de actos de corrupción en la región» (Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH], 2019, p. 20).

Veamos que no acotamos una contradicción, esto es, no alegamos que no sea buena en esencia la democracia, sino que la ausencia de mejores controles en esta, precisamente, genera el espacio para que se produzcan distorsiones. Resulta así, entonces, que la propia apertura de los mercados en los años ochenta del siglo pasado generara, sin que ese fuera su propósito objetivo, escenarios de megacorrupción, a nivel de distintos actores del sistema, y ello por cierto desnaturalizó la esencia positiva de la apertura de los mercados. Y reiteramos: esto no debe conducirnos a la conclusión inválida de que la liberalización en sí es nociva, sino que esta, sin controles adecuados, genera consecuencias distorsionadas.

Por otra parte, no dejemos de considerar que la corrupción genera, como señala Malem (2017, p.11) pobreza e inseguridad jurídica, dos elementos que crean complejas situaciones en democracia. Los efectos de la corrupción, en consecuencia, son transversales. Sus consecuencias en lo ético, económico, político y jurídico, a modo de reseña de lo que señala Malem (Gómez-García- 2002, p. 330), socavan la democracia, y las experiencias de diversos países del mundo son aleccionadoras. Regímenes que comenzaron como democracias con expectativas de grandes avances en derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, vieron sus proyectos de desarrollo truncados, pues la corrupción sobrepasó la institucionalidad y aminoró esta. 

 

4. Corrupción y derechos humanos. ¿Vinculaciones implícitas? 

De inicio podemos evaluar y considerar que hay ausencia de referencias directas a los vínculos entre corrupción y derechos humanos, en sus marcos teórico y práctico (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 5). Ello nos conduciría a la idea de que no todo acto de corrupción va a implicar una violación manifiesta de los derechos humanos. Esta tesis es aceptada y, sin embargo, se requeriría construir conceptualmente elementos diferenciadores para identificar cuándo la corrupción sí implica una afectación de los derechos humanos y cuándo ello no tiene lugar.

Proponemos, en ese sentido, una tesis amplia y no restrictiva. Nos explicamos gráficamente. Si una obra pública de enorme envergadura ha significado un acto corruptor grave, y ha involucrado la prestación de un servicio sin las condiciones de calidad del caso, entonces la afectación de derechos humanos se expresa en cuanto un número considerable de personas ven lesionado su derecho a recibir un servicio público en las condiciones adecuadas.

Podemos aquí enunciar la calidad de acabados de una carretera importante o bien los materiales médicos necesarios para emprender una correcta campaña de vacunación. En ambos casos, la afectación a los derechos humanos a la salud o la integridad corporal puede devenir manifiesta y, por tanto, aludimos a un nivel grave de lesión a los derechos humanos.

A su vez, si existe una dádiva indebida a efectos de no formar una cola, podríamos asumir que aquí la lesión de contexto es menor, y quizá le asignaríamos a este hecho solo una menor dimensión moral de afectación. El nivel de lesión es leve. Y, sin embargo, también hay vulneración, pues aun cuando estemos frente a un hecho de contexto menor, pues igualmente se trata de un menoscabo a un deber de rectitud. La transgresión a los derechos humanos es ínfima, pero existe.

Nos sería de utilidad, para direccionar nuestra afirmación supra, la teoría de la escala triádica que sostiene Alexy (2017, p. 468), en cuanto respecto de un derecho fundamental se pueden distinguir tres niveles de afectación: grave, medio y leve. En el primer caso, por su propio nombre, la vulneración a un derecho es manifiesta, ostensible y grave. Por lo tanto, requiere y demanda reparación. En el segundo caso, si la afectación es media, entonces deberá dilucidarse, a la luz de criterios de razonabilidad y proporcionalidad, si se concede tutela y reparación. En el tercer caso, por último, la afectación es tan leve que, en definitiva, no hay exigencia alguna de protección.

Advertimos que el escenario que describe Alexy es mucho más complejo, en la medida que alude a niveles de afectación y satisfacción, así como a subexámenes de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, propios de los criterios sustantivos de la ponderación y de las reglas procedimentales del test de proporcionalidad y, sin perjuicio de ello, hemos procurado adaptar algunos aspectos para graficar mejor nuestra propuesta.

En suma, reconvertido el planteamiento nuestro, la corrupción genera afectación a los derechos humanos, pero los niveles de lesión varían. Los escenarios graves, sin duda, van a acarrear la tutela del caso. Las circunstancias de afectación media demandarán juicios de esclarecimiento para adoptar una posición de tutela. Y en el último caso de mella leve, la vulneración es ínfima, pero ello no implica que deje de existir.

Es muy importante tener en cuenta, en este aporte de conceptos, que «los derechos humanos tratan de limitar el poder y la corrupción es un abuso de poder» (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 17). La atingencia es importante: si el poder se convierte en exceso, existe implícitamente un abuso de este, y frente a ello tienen lugar las medidas correctivas del caso, dentro de la ley y la Constitución de cada Estado, pues responder al abuso de poder con abuso de poder, desnaturaliza la misma esencia de una democracia.

Se critica que «en ocasiones, la lucha contra la corrupción no atiende a todos los derechos humanos porque su fin último no están siendo las personas sino objetivos como el crecimiento económico» (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 20). A mérito de esta afirmación, es de advertirse que encontramos aquí una crítica contextual a los derechos humanos frente a la corrupción en sí misma. Y, sin embargo, creemos que esta crítica pierde oxígeno, dado que todos los derechos tienen, en mayor o menor grado, un nivel de connotación económica, es decir, hay una vinculación directa o indirecta de los derechos humanos a un efecto económico determinado, y no se trata de conceptos opuestos, contrarios ni excluyentes. Por tanto, hay un nivel de conexión más allá de la esfera formal.

En la misma ruta de análisis, nos cuestionamos si podemos proyectar un desarrollo sostenible en contexto global y así podemos advertir que

la lucha contra la corrupción y la garantía de los derechos humanos son también factores clave para la consecución de los Objetivos del Desarrollo Sostenible. La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible constata la necesidad de integrar los derechos humanos y la lucha contra la corrupción, en particular, en el Objetivo de Desarrollo Sostenible 16, relativo a la paz, la justicia e instituciones fuertes. (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 23)

A tenor de lo acotado, entonces, es parte de un desarrollo que acuse la condición de sostenible la señalada eliminación de la corrupción. La humanidad, en efecto, lograría mucho con políticas públicas transparentes, una de las cuales es la reducción drástica, sino desaparición, de la corrupción. ¿Hay mucho que hacer para ese propósito? De eso no nos quepa la menor duda. La condición es un conjunto de políticas públicas fuertes en ese sentido.

Citando nuevamente una investigación del Instituto de Estudios Constitucionales, en referencias que hace Almagro, tenemos que 

En lo que hace a la conexión entre corrupción y derechos humanos, se han analizado al menos dos perspectivas diferentes. Por un lado, se estudia si la corrupción en sí, en tanto acción llevada a cabo por funcionarios públicos, implica una violación a los derechos humanos. Indudable y esencialmente lo es, en tanto lesiona los principios básicos de una democracia de igualdad de oportunidades para los ciudadanos. Solo accede a derechos quien puede comprarlos. También colide con el interés público, al originarse en la superposición de interés público y privado de los responsables.

Es la segunda perspectiva, que claramente es consecuencia de la primera, la que más nos preocupa. Esto es, cuando la corrupción llega a extremos de debilitamiento institucional que conllevan a la consolidación de la impunidad. Cuando ello ocurre, las garantías del derecho desaparecen por completo. Los derechos se relativizan, haciendo tambalear o desnaturalizando por completo el Estado de derecho (Tablante y Morales, 2018, p. 14). 

Ciertamente, el debilitamiento institucional constituiría uno de los más graves efectos de la corrupción, pues dado ese escenario, se resquebraja gravemente el Estado de derecho y ya no hay confianza de los ciudadanos, dado que se asume que ninguna institución funciona. He aquí un efecto devastador de la corrupción, en tanto dada esa coyuntura es la desconfianza la moneda corriente de intercambio en el diario quehacer entre ciudadanos e instituciones.

A lo arriba enunciado Peters, en el cuerpo del mismo estudio, suma una reflexión que grafica de la siguiente forma: «El número de sentencias condenatorias por soborno nacional e internacional es notoriamente bajo a nivel mundial. La corrupción continúa siendo asociada a la impunidad» (Tablante y Morales, 2018, p. 27). La mención resulta aquí categóricamente un complemento de lo antes señalado, pues la desconfianza en las instituciones va acompañada de una sensación de impunidad, lo cual deviene en un escenario más grave, en tanto transmite un mensaje distorsionado, en cuanto la idea es que quien delinque por corrupción, no resulta sancionado por el brazo de la ley.

Debemos aquí acotar algunas notas, siempre según Peters, y la interrogante formulada es

¿puede conceptualizarse la conducta corrupta como una violación de los derechos humanos? Y segundo, ¿deberían clasificarse y sancionarse los actos corruptos como violaciones a los derechos humanos? Mi respuesta es que dicha reconstrucción es jurídicamente contundente, y sus ventajas superan a los riesgos, por lo que podemos emprender esta construcción jurídica. (Tablante y Morales, 2018, p. 28)

Respaldamos la tesis de Peters desde diversos ángulos y sumamos, como elemento nuestro, que es sostenible argumentar siempre una vulneración de los derechos humanos, pero variando los niveles de afectación. Por ende, la propuesta de Peters goza de arraigo en gran parte del derecho comparado. Queda el reto de desarrollar conceptualmente esas interacciones de grados de afectación, análisis que merece otro amplio espacio de escrutinio.

Sumamos otro ángulo de debate cuando analizamos, según Peters, que

la cuestión no es si hay o debería haber un (nuevo) derecho humano a una sociedad libre de corrupción. Tal derecho no está reconocido por la práctica jurídica ni existe necesidad de ello. Más bien, la corrupción afecta a los derechos humanos ya reconocidos y que están codificados en los pactos sobre derechos humanos de la ONU. (Tablante y Morales, 2018, p. 32)

La propuesta de Peters aquí es de sumo interés, en la medida que resulta tan valioso sostener el derecho humano a vivir libres de corrupción, así como es viable describir doctrinaria y conceptualmente, esa sostenida vinculación por afectación con otros derechos humanos. Nos inclinamos por esta segunda tesis, dada su mayor amplitud de interacción con otros derechos humanos.

Debemos también observar que

el Estado moderno liberal es legítimo solo si protege los derechos humanos y según el grado en que los proteja. La diferencia restante es que la corrupción es un delito de conducta, mientras que las violaciones de los derechos humanos pueden encontrarse solo si se produce realmente un daño concreto. (Tablante y Morales, 2018, p. 61)

La diferencia argüida es, a nivel de nociones, correcta, pero acotamos un elemento diferenciador: la corrupción es un delito de conducta centralmente; no obstante, ello no impide que afecte, simultáneamente, diversos bienes jurídicos. Por tanto, no se debe visualizar la corrupción bajo un efecto mimetizado expresado solo en una conducta determinada. Por otro lado, los derechos humanos afectan derechos en concreto, igualmente es cierto, pero a su vez acarrean daños colaterales por la corrupción, la cual, a pesar de identificarse como conducta, tiene un efecto múltiple de afectación. Por lo tanto, esta diferencia no deviene categórica.

Finalmente, Nash (2019) sostiene que

para establecer un vínculo sustantivo entre un hecho o situación de corrupción y una violación de derechos humanos es necesario que el acto de corrupción tenga la capacidad de generar una infracción a las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos. (p. 28)

La acotación aportada es de interés, pues la lesión a los derechos humanos, para ser asimilable a cuestión jurídica en el ámbito supranacional exige, como requisito necesariamente concurrente, la responsabilidad de los Estados. Esto deviene determinante, insistimos, pues de existir un litigio privado, de suyo aquello no ha de trascender al ámbito supranacional. En el caso que nos ocupa, el Estado no adopta medidas adecuadas frente a la corrupción y esta omisión acarrea la lesión sustantiva de varios derechos humanos, por una figura de omisión o falta de debida diligencia.

 

5. Un glosario de medidas para combatir la corrupción 

Un balance liminar de lo hasta aquí esbozado nos conduce a la necesaria idea de si la situación que describimos a lo largo de este estudio denota ser tan compleja cuando la corrupción amenaza, en sus diversas variantes, tanto la esencia de la democracia como el núcleo central de diversos derechos humanos. Es de verse, entonces, que llega a ser ineludible que, tras esos escenarios complejos que describimos, consideremos un conjunto de medidas para aminorar los efectos de la corrupción, en un primer rango de trabajo frente a este fenómeno, así como pensemos, en serio, en su erradicación.

Hemos ya hecho una reseña muy puntual de algunos instrumentos normativos en la lucha contra la corrupción. Aportemos ahora algunos detalles adicionales. Tenemos, desde el sistema universal, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, que fue adoptada el 31 de octubre de 2003 y entró en vigencia el 14 de diciembre de 2005.

En el ámbito interamericano, la Convención Interamericana contra la Corrupción fue adoptada el 29 de marzo de 1996, y entró en vigor el 3 de junio de 1997. En esta misma línea, la Resolución 1/18, del 2 marzo de 2018, propuesta por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha establecido que

la corrupción es un complejo fenómeno que afecta a los derechos humanos en su integralidad —civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales—, así como al derecho al desarrollo; debilita la gobernabilidad y las instituciones democráticas, fomenta la impunidad, socava el Estado de derecho y exacerba la desigualdad. (Nash, 2019, pp. 24-25)

Igualmente, la Cumbre de las Américas, llevada a cabo en el año 2018, impulsó que los Estados avalaran el Compromiso de Lima sobre «Gobernabilidad democrática frente a la corrupción». De ello fluye:

que la prevención y el combate a la corrupción son fundamentales para el fortalecimiento de la democracia y el Estado de Derecho en nuestros países, y que la corrupción debilita la gobernabilidad democrática, la confianza de la ciudadanía en las instituciones y tiene un impacto negativo en el goce efectivo de los derechos humanos y el desarrollo sostenible de las poblaciones de nuestro hemisferio, al igual que en otras regiones del mundo. (CIDH, 2019, p. 33)

Cerrando estos esfuerzos normativos, agregamos que la CIDH (2019) en su Resolución 1/18 sobre «Corrupción y Derechos Humanos», destacó la necesidad de «crear un ambiente libre de amenazas […] de quienes investigan, informan y denuncian actos de corrupción y que la seguridad de las personas que se involucran en denuncias contra la corrupción […] es esencial para erradicarla» (p.  37).

Los instrumentos internacionales antes reseñados constituyen un marco normativo de valor para enfrentar, desde una perspectiva integral, esto es, Estados internamente, y en condiciones de sistema externamente, el mal de la corrupción. Pero, impulsemos una de las primeras conclusiones de este estudio: es insuficiente lo que se ha previsto, hay que hacer más, y ello trasciende hacia un conjunto de pautas, entre principios y políticas públicas determinadas.

Hacer más, según acotamos, implica varios esfuerzos de consolidación. Uno de ellos sería, con suficiente razón, la estructuración de principios marco en la lucha contra la corrupción. En esa línea de pensamiento, señala Chávez (2022) que, con relación a los principios, «la Comisión Interamericana de Derechos Humanos cita cuatro de ellos que cobran especial relevancia:
(i) igualdad y no discriminación; (ii) transparencia; (iii) rendición de cuentas; y (iv) participación» (p. 54).

La propuesta de estos principios es fundamental. Igualdad y no discriminación nos refieren la noción de interdicción de la arbitrariedad. La discriminación solo puede ser positiva, si acaso concurren reglas de razonabilidad y proporcionalidad. En los demás casos, es una discriminación negativa y, por ende, arbitraria, excesiva y contraria a los derechos humanos. Por su lado, la transparencia es un eje vital frente a la corrupción, en la medida que esta pretende ser oculta, disimulada y busca siempre pasar desapercibida. Con reglas de transparencia, de suyo la corrupción se reduciría a su mínima expresión.

La rendición de cuentas es otro aspecto vital. Si acaso hay un mandante en las relaciones democráticas, esa es la población que mayoritariamente eligió a determinadas autoridades. En estas, entonces, se crea el deber moral de rendir cuentas sobre sus actividades, y ello tiene lugar en vía de correspondencia con el depósito de confianza hacia los funcionarios por parte de la población. Finalmente, la participación nos da una visión de protagonismo de la sociedad en las decisiones más trascendentales en democracia. No es concebible un autismo democrático que mantenga a la sociedad alejada de sus autoridades. Es necesario fiscalizarlas dentro de reglas de democracia, y ello tiene lugar a través de un impulso de la participación ciudadana.

Lo señalado se refuerza al tenerse en cuenta que «en la lucha contra la corrupción, la rendición de cuentas y el accountability son esenciales y pueden ser herramientas muy eficaces para la protección de los derechos humanos» (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 34).

Desde otro enfoque, Malem (2015) propone un conjunto de sugerencias, que acogemos plenamente, para frenar la corrupción, entre ellas, que se debe penalizar como delito tanto el ofrecimiento como la exigencia de dádivas (p. 73). Ello ciertamente pasa por una tarea legislativa de configuración penal del delito de corrupción. A su vez, se requiere una mejora de los sistemas contables de los Estados, a nivel nacional y transfronterizo, en la medida que, a mayor control técnico en forma adecuada, menor espacio para el desarrollo de la corrupción.

Prosigue Malem proponiendo una mayor liberalización del secreto bancario en las investigaciones por corrupción, planteamiento que es inobjetablemente útil bajo una premisa clara: a mayor transparencia, mayor posibilidad de una vigilancia ciudadana. Ello se enlaza con la siguiente propuesta de una mayor publicidad de las transacciones mercantiles, aspecto que se inscribe con el propósito de transparencia que, en rigor, reduce ostensiblemente los niveles de corrupción.

Finalmente, propone esfuerzos educativos para prevención de la corrupción, herramienta que constituye una base conceptual de ejecución sostenida de todo esfuerzo por transparentar un mejor y más correcto funcionamiento de entes de la Administración pública.

Por su parte, Nash (2019) señala que hay un trabajo incluso incompleto por parte de la Corte IDH, pues esta «ha tenido oportunidad de referirse al fenómeno de la corrupción como parte de su competencia contenciosa, pero hasta ahora solo lo ha hecho de manera indirecta» (p. 297). De esta afirmación se desprende una situación de disconformidad. La Corte IDH necesita abordar la corrupción, con más amplitud conceptual, en sus decisiones. Lo desarrollado hasta ahora resulta insuficiente, pues si bien se trata de elementos guía en la lucha contra la corrupción, no existe, hasta donde alcanza este estudio, un abordaje integral por parte de la misma Corte respecto a este fenómeno invasivo de nuestra vida moderna.

Tengamos en cuenta, por otra parte, que

la corrupción no solo afecta al desarrollo económico y desalienta la inversión extranjera en un país, afectando de manera indirecta a los más precarizados, sino que además reduce el ingreso neto de quienes viven en la escasez, distorsiona las políticas, programas y estrategias dirigidas para satisfacer sus necesidades básicas y desvía los recursos públicos para inversiones en infraestructuras, que son elementos cruciales para reducir la pobreza en un país (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 43)

Queda así explicitado que la corrupción es una distorsión en democracia y que uno de sus efectos más adversos es, precisamente, afectar a quienes realmente padecen necesidades y requieren de políticas públicas de sostenimiento. La ecuación es muy puntual: los ingentes recursos de los cuales se apropia la corrupción significan menos presupuesto para obras y servicios públicos. Ello ciertamente incide en una menor calidad de vida.

En este rango de reflexiones, es pertinente preguntarnos si se puede medir el comportamiento de los seres humanos cuando aludimos a la corrupción, y debe señalarse que

Naciones Unidas constata que la medición de la corrupción es problemática, ya que, en última instancia, se trata de medir el comportamiento humano. Por esa razón, los recursos dedicados a la medición pueden distraer la atención sobre otras cuestiones principales. La utilización del índice de condenas para evaluar la eficacia de las medidas de lucha contra la corrupción plantea problemas. Si bien la corrupción no puede erradicarse por completo, es preferible adoptar un enfoque de evolución, y no de revolución. La tecnología tiene un gran potencial con miras al fortalecimiento de la lucha contra la corrupción, aunque no es la solución a todos los problemas, y su uso indebido puede dar a lugar a una situación distorsionada de violaciones de los derechos humanos. (Oficina Antifrau de Catalunya, 2020, p. 53) 

Poner la esperanza en la tecnología en la lucha contra la corrupción goza de una base conceptual amplia: la inteligencia artificial está hoy más presente que nunca en nuestras vidas y de suyo, la fiscalización de las operaciones de contratación de bienes y servicios por parte del Estado, puede ser objeto de políticas de transparencia en su dimensión más amplia. Por tanto, advirtamos que un aliado frontal en la lucha contra la corrupción, en el marco de un debido proceso, lo es la tecnología en sus diversas manifestaciones.

Adicionalmente, y en vía de cuestión sobre las dimensiones que nos generan las obligaciones de derechos humanos, hemos de considerar que

todos los tipos de derechos humanos dan origen a tres clases de obligaciones; concretamente: obligaciones de respetar, proteger y cumplir con los derechos humanos. La obligación de respetar es esencialmente una obligación negativa de evitar las intromisiones. La obligación de proteger se refiere principalmente a la protección contra peligros que surgen de terceros. La obligación de cumplir requiere una acción positiva por parte del Estado. (Tablante y Morales, 2018, p. 37) 

La lucha contra la corrupción asume diversos frentes, lo vemos. Una de las variables que puede adoptar la macrocorrupción es la de cooptación institucional. Esta forma de corrupción se caracteriza porque, a través de actos lícitos e ilícitos, se captura una institución del Estado y se pone al servicio de intereses de actores estatales y no estatales, desnaturalizando sus funciones ordinarias (Nash, 2019, p. 38).

Este riesgo puede tener lugar y de ahí la necesidad de reforzamiento de las competencias de los estamentos policiales y fiscales para una lucha amplia contra la corrupción. Una Policía débil o un Ministerio Público sin autonomía no constituyen garantías del Estado de derecho y, por lo tanto, acarrean la penetración del Estado por parte de bandas delincuenciales y corruptas.

A nivel de lucha en el marco del derecho penal, Nash (2019) propone:

Son tres las cuestiones a las que se debería dar preponderancia en materia penal para una eficaz lucha contra la corrupción con perspectiva de derechos humanos: a) la política criminal para enfrentar la corrupción, b) las condiciones de regulación de la justicia criminal en casos de corrupción y, c) el respeto por el debido proceso. (p. 47)

La propuesta que antecede es de interés en tanto la política criminal ancla su esencia en la idea de una política pública que atienda a la necesidad de entender la corrupción como una seria amenaza a la democracia contemporánea, y de ahí la necesidad de adecuar una política criminal que parta de la aceptación de la exigencia de altos baremos de respuesta. Por tanto, he ahí la importancia de consolidar una política criminal.

A su vez, la referencia a condiciones de regulación de la justicia criminal de cara a los casos por corrupción atiende a una noción de especificidad. La corrupción implica incluso el tratamiento de una justicia especializada frente a ese problema, pues las condiciones regulares de impartición de la justicia penal parecerían resultar insuficientes.

Por último, es ancla de esta propuesta el respeto por el debido proceso, en cuanto ausente este componente, regresaríamos a una guerra de todos contra todos, en la cual, con el solo afán de condenar, podrían los Estados avasallar los derechos de los perseguidos por este delito. Y la lección es clara: la justicia del derecho internacional de los derechos humanos es para todos, no solo para las víctimas de corrupción. Por tanto, he aquí una exigencia necesaria de que todas las garantías judiciales que componen el debido proceso sean escrupulosamente observadas, bajo apercibimiento de responsabilidad internacional del Estado infractor.

En relación con el ítem de debido proceso, es de advertirse que Perú aplica, en casos complejos, hasta 36 meses de prisión preventiva (Nash, 2019, p. 50). Esto, desde ya, es sumamente problemático, en tanto que nos cuestionamos si acaso esta figura no constituye ya una onerosa pena anticipada. Aquí la discusión se centraría en si se detiene para investigar, o si se investiga para detener. En suma, el sistema peruano, a juicio nuestro, no responde a los estándares interamericanos de razonabilidad en la persecución de las conductas vinculadas a la corrupción.

Nash (2019) plantea, en esta misma línea de sugerencias, algunas medidas «que parecen apropiadas para erradicar los factores institucionales y culturales que permiten, fomentan y generan situaciones de corrupción» (p. 52). Entre ellas tenemos, desde una perspectiva general, el fortalecimiento del Estado de derecho (vía prevención), una respuesta institucional adecuada frente a los casos de corrupción (protección y sanción), fortalecimiento de la participación ciudadana (prevención y corrección), fortalecimiento de la independencia del Poder Judicial (prevención y sanción), fortalecimiento del goce y ejercicio de derechos humanos (prevención y corrección), y fortalecimiento de una cultura del respeto de la ley (prevención y corrección). La constante en esta referencia es, sin duda, un fortalecimiento de las instituciones, y aquí es importante, trascendental diríamos, la percepción de funcionamiento del Estado de derecho.

Lo acotado es de mucho valor: no debería sorprendernos que ocurra la corrupción en sí misma aun cuando la desaprobamos radicalmente, pero sí nos sorprendería que no funcionen las instituciones cuando tienen lugar estos fenómenos de corrupción. Esa percepción es relevante, pues es aquella que determina cuánto confiamos los ciudadanos en nuestras instituciones.

En un glosario de sugerencias propias de un enfoque regional, Nash (2019) propone que los organismos de derechos humanos del SIDH deberían:

  • Asumir el fenómeno de la corrupción como un elemento de análisis en materia de control y protección de derechos humanos.
  • Considerar la situación de corrupción al momento de analizar las situaciones más graves de violaciones de derechos humanos […]
  • Considerar la situación de corrupción al momento de realizar visitas o informes de países. […]
  • Considerar la situación de corrupción estructural en la región al momento de estudiar informes temáticos y resoluciones.
  • Considerar la situación de corrupción al momento de dar prioridad a la tramitación de casos individuales y solicitudes de audiencias temáticas.
  • Visibilizar las formas en que la corrupción está violando derechos humanos y aquellas situaciones en las que es un elemento coadyuvante para que estas se produzcan. […]
  • Establecer criterios probatorios que permitan efectivamente dar cuenta del impacto de la corrupción en la violación de los derechos humanos.
  • Tener especial preocupación por visualizar a las víctimas de la corrupción en todos los mecanismos de control y protección de derechos humanos […]
  • En materia de protección de personas en situación de riesgo, considerar el fenómeno de la corrupción como un agravante para determinar medidas cautelares (CIDH) y provisionales (Corte IDH) de personas encargadas de luchar contra la corrupción […]. (pp. 308-309)

El glosario de medidas que acotamos es amplio, en tanto recoge diversas posiciones institucionales y doctrinales sobre la materia. Más allá de estos planteamientos, consideramos que la toma de conciencia de medidas de transparencia es una disposición frontal en la lucha contra la corrupción.

Es a partir de una voluntad política de transparencia que pueden ser configuradas diversas medidas que, de seguro, van a ir en la misma línea de hacer más visibles las actividades diversas de las instituciones en el marco estatal.

En suma, es la transparencia el punto de apoyo de Arquímedes a partir del cual se podrá mover y sostener el mundo de la lucha anticorrupción. Desde esa pauta y enfoque, la transparencia constituye un motor a partir del cual deberá decaer manifiestamente la corrupción en sus más diversas expresiones.

6. Ideas a título de conclusión

Glosados los conceptos que anteceden, pretendemos construir algunas conclusiones de relevancia que pasamos a enumerar, en la idea de determinar las ideas más relevantes materia de estudio:

  1. Construir una relación conceptual entre corrupción, democracia y derechos humanos conduce a importantes escenarios. Hemos de acotar aquí que definir la corrupción no es una tarea sencilla en cuanto presenta contenidos complejos. Aquí resulta importante delimitar qué entendemos por corrupción y corroboramos que se trata de un fenómeno muy amplio, universal e histórico.
  2. De otro lado, entre democracia y corrupción se establece una relación de oposición. Una es incompatible con la otra y, sin embargo, a la luz de los datos y las estadísticas ofrecidas, constatamos que históricamente ambos elementos han convivido por mucho tiempo, aspecto que nos hace reflexionar sobre el nivel de peligro de la megacorrupción para la estabilidad de las democracias. En muchos casos, la corrupción ha sido un elemento determinante para que democracias plenas hayan tenido que transitar a los otros incómodos estamentos de democracias defectuosas y regímenes híbridos y autoritarios. Por consiguiente, la corrupción necesita ser combatida.
  3. En la misma línea de ideas, hemos construido la tesis amplia de vinculaciones implícitas entre corrupción y derechos humanos. Es verdad que no todo acto de corrupción genera una transgresión de derechos humanos y, sin embargo, hemos sostenido un criterio contextualmente más difundido en el sentido de que aún la corrupción menor es también una transgresión a los derechos humanos, aunque en forma leve. De esa forma, podemos sostener, con cierta suficiencia, que la corrupción vulnera siempre los derechos humanos, aunque ciertamente variando los niveles de afectación. Para ello tomamos prestadas algunas ideas de Robert Alexy y sostenemos que la afectación es grave, media y leve.
  4. Por último, hemos procurado armar un glosario de medidas para combatir la corrupción, a partir de las ideas de varios autores, e incluimos un conjunto de ideas propias que se expresan en el impulso de políticas públicas adecuadas que apunten a reducir drásticamente la corrupción y sus efectos. Al respecto, hemos argüido que no sería propio enunciar, aunque sí sería lo deseable, erradicar completamente la corrupción. Una dosis de realismo, sin embargo, nos conduciría a que, aun no siendo un objetivo inalcanzable, hemos de centrar nuestros esfuerzos en propósitos que sí sean alcanzables, entre ellos, rebajar con fuerza la corrupción en las democracias contemporáneas, al punto de volverla anómica. Sabemos, en ese orden de ideas, que se trata de una tarea titánica.
  5. El trípode que entonces describimos —corrupción, democracia y derechos humanos— consta de dos elementos trascendentes, valiosos, de progresividad, y uno de retroceso. La corrupción cuanto hace, en efecto, es reducir la expansión material de la democracia y producir riesgos tangibles de que esta sea fallida, con lo cual se producen distorsiones de los valores de este modelo de convivencia social.
  6. En sentido opuesto, si la democracia es fuerte, plena y de proyecciones, esto es, si existe verdaderamente un Etat de droit, o Estado de derecho, la corrupción va a retroceder, inobjetablemente, pero somos conscientes de que hay mucho por hacer al respecto. Ello exige trabajar mucho en políticas públicas eficaces.
  7. En el mismo orden de ideas, la corrupción podrá avanzar poco o muy poco, si existen democracias que apunten a un mayor respeto por los derechos humanos. En la misma secuencia de oposición, la corrupción podrá avasallar los derechos humanos cuando existan democracias defectuosas o regímenes híbridos o autoritarios en los cuales se limiten seriamente las libertades ciudadanas. La ecuación que proponemos vuelve a ser puntual: si hay corrupción generalizada, es prácticamente un escenario seguro una masiva violación de los derechos humanos. Al contrario, donde se respeten los derechos humanos, habrá menos posibilidades de desarrollo de la corrupción.

Frente al fenómeno de la corrupción, podemos coincidir, de seguro, con la percepción de Agustín de Hipona, según la cual los Estados que no se rigen por la ley y la justicia no son más que bandas de ladrones, afirmación que, en su verdadero contexto, no ha perdido su vigencia después de casi dos mil años.

Publicado en la Revista Oficial del Poder Judicial del Perú,

Vol. 15, nro. 19, enero- junio 2023, pp. 71-107

Referencias

Alexy, R. (2017). Teoría de la argumentación jurídica. Palestra Editores. 

Chávez, T. (2022).  Corrupción, democracia y derechos humanos. Ius Inkarri. Revista de la Facultad de Derecho y Ciencia Política, 11(12), 29-68.

Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) (2019). Corrupción y derechos humanos. Estándares interamericanos. Organización de Estados Americanos. http://www.oas.org/es/cidh/informes/pdfs/CorrupcionDDHHES.pdf

Gómez- García; (2008). La corrupción. Aspectos éticos, económicos, políticos y jurídicos. Reseña de libro de Jorge Malem. En Dikaion. Año 22. Número 17. diciembre 2008.  file:///C:/Users/Usuario/Downloads/Dialnet-LaCorrupcion-2975931.pdf

Tablante, C. y Morales, M. (eds.). (2018). Impacto de la corrupción en los derechos humanos. Instituto de Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro. https://www.corteidh.or.cr/tablas/r37786.pdf 

Nash, C. (2019). Corrupción, democracia, Estado de derecho y derechos humanos. Sus vínculos y sus consecuencias. En C. Nash y M. C. Fuchs (eds.), Corrupción, Estado de derecho y derechos humanos. Manual de casos (pp. 15-67). Konrad Adenauer Stiftung. https://www.corteidh.or.cr/tablas/r39615.pdf

Malem, J. (2015, enero-junio). Corrupción y derechos humanos. Derecho y Realidad, 15(25), 63-74.

Malem, J, (2017). Pobreza, corrupción, (in)seguridad jurídica. Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid. https://www.marcialpons.es/media/pdf/9788491234081.pdf

Oficina Antifrau de Catalunya (2020). Estudio sobre los vínculos entre la corrupción y los derechos humanos. https://www.idhc.org/arxius/recerca/Estudio_CorrupcionDerechosHumanos_ESP.pdf

Seinfeld, J. (2023, 6 de febrero). Híbridos y corruptos. El Comercio. https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/peru-autoritarismo-democracia-hibridos-y-corruptos-por-janice-seinfeld-noticia/

 

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