
Estimados amigos:
Nuestra Corte Superior de Justicia nos concedió el alto honor, en su centésimo primer aniversario de creación institucional, de encomendarnos la lectura del Discurso de Orden en esta especial fecha, actividad que tuvo lugar como parte del Programa Oficial en la ceremonia central realizada hoy 24 de mayo de 2021.
Dicho acto oficial tuvo lugar en el local central del Ilustre Colegio de Abogados de Lambayeque, en el centro de Chiclayo, y en ese sentido, nos permitimos compartir con Uds.. estas reflexiones de homenaje a seis jueces que perdieron la vida en este grave contexto de pandemia.
Saludos cordiales,
Edwin Figueroa Gutarra
DISCURSO DE ORDEN
CI- 101 ANIVERSARIO DE CORTE
Sr. Dr. Juan Guillermo Piscoya, Presidente de la Corte Superior de Justicia de Lambayeque
Sra. Dra. Cecilia Tutaya Gonzáles, Presidenta de la Comisión de Actos Celebratorios de Aniversario
Sres. Jueces Superiores y de todas las instancias
Distinguidas autoridades que nos acompañan en esta magna reunión
Sr. Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Lambayeque
Sres. trabajadores jurisdiccionales y administrativos
Sres. abogados
Es para mi persona una honrosa distinción haber recibido el encomiable encargo de dirigir unas reflexiones de contexto con motivo de nuestro centésimo primer aniversario como Corte Superior de Justicia, y vayan, en ese sentido y como un gesto de reciprocidad, mis cálidas palabras de agradecimiento por esa enorme confianza en quien os dirige, sin todos los merecimientos del caso, este modesto discurso.
Se trata, además, de una responsabilidad en especial compleja y coyunturalmente difícil, pues una malhadada pandemia nos amenaza aún sin cuartel, segando vidas, expectativas y esperanzas entre nuestros compatriotas, además de asolar al mundo entero. Las estadísticas son más que alarmantes en todos los países del orbe, pues entre 2020 y 2021 llevamos acumuladas alrededor de 3 millones 400,000 personas fallecidas a consecuencia de esta ominosa enfermedad, y aunque el panorama de las vacunas parece avizorar una relativa mejora de nuestras condiciones de vida, sabemos bien, en reflexión con nosotros mismos, que la situación ha de seguir siendo de sumo cuidado, y que nuestra vieja normalidad aún ha de esperar a la vuelta de muchas esquinas más.
En tanto, se impone la necesidad, exigencia y acatamiento de un modo de vida aún anómalo para nuestras costumbres de antaño, modelo ilógico que a su vez ha roto nuestros tradicionales lazos de interrelaciones personales, obligándonos no solo a recluirnos con directa lesión aunque forzadamente consentida de nuestros derechos fundamentales más preciados, sino que nos exige desarrollar nuestras vidas dentro de parámetros jamás antes esperados: toques de queda prolongados, restricciones de circulación constantes, limitaciones severas de nuestras libertades públicas, entre otras facetas que contienen un mensaje claro: la humanidad se ve seriamente amenazada y una alta cuota de vidas es el ominoso pago que nos toca asumir para intentar volver a la vieja normalidad.
Otras pandemias en la historia de la humanidad ya nos impusieron un alto precio: la peste negra se llevó en Europa hacia mediados del siglo XIV alrededor de 150 millones de vidas, es decir, una tercera parte de la población de ese continente en aquel entonces. Nadie imaginaba que aquel barco con la enfermedad a bordo, que llegó a Mesina, Italia, desde las costas de Mongolia, y a través de comerciantes musulmanes, habría de contaminar Europa por varios años. Igual panorama significó la gran epidemia de Londres en el año 1665, la misma que se llevó alrededor de 100,000 personas solo en esa ciudad. Y por último, aunque esta lista no es ciertamente exhaustiva, la gripe española, que dicho sea de paso se llamó así porque esta peste recibió mayor cobertura informativa en ese país, se llevó cerca de 50 millones de almas en los años 1918 y siguientes, es decir, varias veces más que el total de fallecidos en la Primera Guerra Mundial.
Estas cifras desoladoras representan, en contexto, un visible desolador resultado de las pandemias, pues los seres humanos resultamos víctimas de un pequeño organismo prácticamente invisible a nuestra vista, y contra toda lógica elemental, la situación actual que vivimos con el COVID 19, nos obliga a vivir como a salto de mata, temiendo un deterioro de nuestra salud o de la de nuestros seres queridos, en cualquier momento, sin aviso previo, sin notificación antelada, sin comunicación ex ante con opción a discrepar, y es verdad así que muchos de nosotros hemos lamentado ya pérdidas sensibles, entre familiares, amigos y conocidos.
En ese norte de ideas, apelo a vuestra tolerancia, señor Presidente, para conducir estas meditaciones, en el escenario de nuestro aniversario, ligándolas a la coyuntura que nos toca vivir. Me ponía yo a meditar conmigo mismo sobre el sentido que debían asumir estas palabras en una fecha tan importante para nosotros, como es la data de conmemoración del levantamiento de columnas de esta Corte Superior de Justicia tan representativa en la historia de nuestro país, y quizás habría sido pertinente destacar los logros de mayor reconocimiento en estos 101 años de historia, en medio de tantas vicisitudes en el quehacer nacional, o bien destacar la importancia de tantos avances institucionales en diez décadas de denodado trabajo, y sin embargo, todas las variables de justificación racional sobre nuestro aniversario me reconducían a la reafirmación de esa idea de Ortega y Gasset, representante de la filosofía vitalista, en el sentido de que el hombre es su ser y sus circunstancias.
La afirmación del maestro español resulta muy cierta, en la medida que nuestras circunstancias son hoy las de una amenaza existencial de envergadura a nuestros proyectos de vida, así como de potencial perjuicio severo a aquellas esperanzas que todos albergamos respecto a nuestro futuro en los años venideros. Y tememos que todo ello pueda quedar trunco, pues un espectro verdadero en forma de problemas respiratorios, principal manifestación del SARS COV 2, amenaza truncar las existencias de muchas personas, y nos debatimos, día a día, entre la supervivencia que nuestras fortalezas nos conceden y la acuciante y eventual falta de oxígeno que cualquiera de nosotros puede sufrir, a causa de este virus que debilita nuestro organismo, y en algunas casos graves, causa la muerte.
En ese decurso de ideas, es pertinente y así lo he considerado, señor Presidente, que, en el marco de nuestro aniversario, pueda encaminar algunas meditaciones, que con Uds. comparto en esta especial mañana de otoño, sobre la trascendencia vivencial que esta epidemia representa, por un lado; y por otro, es mi propósito rescatar el mensaje de vida, aliento y esperanza, que en su momento seis distinguidos jueces de nuestro Distrito Judicial, nos dispensaron. Estas palabras, bajo esa premisa, pretenden ser un modesto homenaje de reconocimiento frente a la muerte que extinguió sus proyectos de vida, y buscan, de la misma forma, involucrar un testimonio de gratitud, reconocimiento y recuerdo, frente a su entrega vivencial, frente a su identificación institucional, frente a su contribución de relevancia por lograr un Poder Judicial respetable y de arraigo en el corazón de la sociedad misma.
Me refiero, en específico, a Manuel Huangal Naveda y Ricardo Ponte Durango, ex Presidentes de esta Corte Superior de Justicia, y a Franklin Rodríguez Castañeda, juez superior provisional cesante, todos ellos ya retirados de las lides judiciales activas. Del mismo modo, extiendo mis palabras a las pérdidas tan sensibles de Oscar Burga Zamora, saliente Presidente de nuestra Corte, y de los jueces Miguel Peralta Lui y Edwin Siadén Díaz, jueces hasta hace muy poco en funciones en nuestra localidad.
Sus pérdidas, por razones de COVID 19 y otras causas, dejan una estela de sinsabor en nuestras vidas, y transforman nuestras alegrías en ocasos existenciales, y sin embargo, aún en medio de estas circunstancias álgidas, vale la pena destacar, en una fecha como es nuestro aniversario, sus aportes de vida, esperanza y mística para con su institución judicial. Debemos señalar pues, en relación a lo afirmado, que no es solamente nuestro corpus iuris judicial solo una institución del Estado, con un poder de decisión que las leyes y la Constitución nos asignan, sino somos mucho más, en el sentido de que son las personas quienes hacen las instituciones y no son las instituciones las que hacen a las personas. Y somos mucho más, también, porque nuestra entidad se puede preciar, sin falsa modestia, de hombres enteramente dedicados a su institución, a su trabajo, a su diario quehacer, de modo que trascienden en nuestras memorias, y de ahí la razón de estas palabras de reconocimiento hacia ellos.
¿Cómo olvidar, en el sentido que acotamos, los indesmayables esfuerzos de Manuel Huangal por sacar adelante la construcción de la nueva sede de nuestra Corte Superior en el centro de Chiclayo, e incluso que en su momento convenciera a Monseñor Moliné Labartha, hace ya muchos años, para desfilar por las calles de nuestra ciudad, junto a muchos ciudadanos identificados con la causa de la pronta construcción de nuestro nuevo local, marcha que a su vez se organizó para expresar el sentir de la ciudadanía en las calles, por llevar adelante ese nuevo y necesario proyecto para la comunidad local? ¿ O cómo dejar de lado el trabajo suyo, de filigrana, que representó realizar mil y una gestiones, ante las autoridades de Lima, para sacar adelante la Sala Constitucional de Lambayeque, la primera en su especialidad en órganos de segunda instancia en toda Iberoamérica?
Desde otras perspectivas, ¿ cómo dejar de rememorar los inacabables avatares de Ricardo Ponte cuando fue Secretario de Presidencia en múltiples gestiones entre los años 80 y 90? Más aún, culminadas sus funciones en el Poder Judicial, enraizó su espíritu docente y asumió, aún a costa de su salud, el Decanato de la Facultad de Derecho en nuestra querida Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo.
En este mismo tránsito de ideas, creo que todos le debemos a Franklin Rodríguez su más destacada dedicación a ese juicio histórico que se ganó, a nivel de Tribunal Constitucional en un proceso de cumplimiento, para homologar las remuneraciones de los jueces del Poder Judicial. Innumerables viajes a Lima por su parte para realizar el seguimiento de este proceso, con su propio peculio, son una fiel expresión de actuación por un ideal de justicia que concluyó con creces en resultados favorables para todos los jueces del país.
De otro lado, Oscar Burga fue destacado juez del sistema especializado de corrupción de funcionarios durante los años 2017 y 2018, y un ejemplo vívido de la sencillez hecha judicatura. No olvidemos que él logró, en el año 2008, el reconocimiento nacional al Premio de Excelencia Judicial en el rango de jueces especializados a nivel de todo el país, y ello constituyó uno de los logros más importantes de su carrera. Se trató de premiar, en aquel entonces, al juez de primera instancia de mejor desempeño en el país, y esa presea, también para Lambayeque, resulta una gesta inolvidable.
Miguel Peralta, por otra parte, fue un notable colaborador de innumerables proyectos de esta Corte en diversas áreas, entre Comisiones institucionales de una y otra naturaleza. Contamos con su sapiencia y buen sentido de observación, incluso, para sacar adelante varios proyectos académicos en esta Corte. Edwin Siadén, de igual modo, mereció una distinción de Presidencia por ser el único juez que realizaba labores presenciales en tiempos de pandemia en el Módulo de José Leonardo Ortiz, locación próxima a nuestra sede principal. No sabemos, a ciencia cierta, si precisamente en el ejercicio de estas tareas se contagió del COVID 19, pero no podemos negar la solidez de su espíritu de colaboración en esta coyuntura tan difícil, en la cual un considerable y mayoritario número de jueces desarrolla trabajo remoto, y muy pocos lo hacen presencialmente.
Permítaseme una dispensa necesaria al agregar a esta lista, adicionalmente, los nombres de los trabajadores Luis Castro Vásquez, Luis Miguel Nole Castillo y Edwin Roberto Estaño Mita, a quienes también perdimos en estos difíciles tiempos, y vaya nuestro recuerdo ínsito con sus memorias. Ellos también formaron parte de nuestra familia judicial y fallecieron en servicio. Es justo que nuestra Corte de Justicia los recuerde en esta fecha conmemorativa de singular significado.
Es importante advertir y destacar, señor Presidente, el mensaje de entrega, incondicionalidad e identificación institucional de todos estos servidores, entre jueces, ex jueces y trabajadores, en los tiempos adversos que hogaño acontecen. Y por supuesto que existe una deuda corporativa inmaterial con todos y cada uno de ellos, pues no solo expresan un referente de vida institucional, sino una voluntad, siempre identificable, de entrega al trabajo, supuesto de relevancia para la consolidación de la institucionalidad de un Poder del Estado como lo es nuestro corpus iuris judicial.
De regreso a nuestros jueces, es de expresar que su espíritu de lucha en el recuerdo nos dice, cual Volksgeist, o espíritu del pueblo en la terminología alemana, que hoy en día nos explayamos respecto a un nuevo Poder Judicial, de hombres y mujeres con un espíritu de lucha sometido a la exigencia de los tiempos modernos. Adviértase que hemos dejado de ser ese poder nulo, ese nomen de seres inanimados a quienes en 1748 Charles Louis de Secondat, Señor de la Bréde y Barón de Montesquieu, en su obra «El espíritu de las leyes», nos llamaba la bouche de la loi, o boca muda que solo debía pronunciar las palabras de la ley. Tuvo que transcurrir todo el siglo XIX, civilista francés en esencia por el Código de Napoleón de 1804, para que cambiara, en parte, la visión del juez, así como también aquello que el profesor hispano guatemalteco Recasens Siches llamaba la concepción mecánica de la función judicial. Ese positivismo jurídico en ciernes, cimentado por la desconfianza hacia el juez, como legado de los revolucionarios franceses de 1789, incluso llevó a que Maximilien Robespierre, en algún momento, alegara que era necesario desterrar del ordenamiento jurídico la jurisprudencia, pues la misma solo significaba la deformación de la ley. Hoy sabemos en el Rule of Law, o Estado de Derecho en el que vivimos, que esa prudentia iuris es parte vital y aspecto esencial del quehacer judicial.
Esa visión cambia en parte decía antes, señor Presidente, pues el siglo XX no es sino la afirmación de una visión kelseniana del derecho, que a su vez expresa una incredulidad marcada en las responsabilidades de aplicación de la ley por parte del juez. Es verdad que Hans Kelsen deja para la posteridad una noción de rigurosa sistematización del ordenamiento legal, y nadie podría negar la tesis de eficacia del Derecho que pretendió impulsar el pensador austriaco y, no obstante ello, es necesario que notemos, en el ánimo de sintetizar lo que alegamos, la afirmación del creador vienés de la teoría pura del Derecho, por un profundo recelo respecto de las tareas del juzgador, a quien había que imponerle, según Kelsen, el baremo de la aplicación concreta, objetiva y no valorista de la ley, a efectos de satisfacer, en concreto, la garantía de la ley en sí misma en el caso específico sometido a su conocimiento.
Avanza el siglo XX con fuerza y ya Herbert L. Hart describía como una pesadilla que los jueces se desviaran de la obligación objetiva de la aplicación de la ley, pues solo esta última representaba para él la alegoría de un noble sueño. Desaprobaba, entonces, que tuvieran que recurrir los juzgadores, en casos complejos, a la aplicación de los principios. Veamos, a este efecto, que tuvo que ocurrir una apocalíptica debacle humana como la Segunda Guerra Mundial y su doloroso saldo de no menos de unas 40 a 50 millones de vidas perdidas, para que pensáramos, finalmente, en la importancia de los derechos fundamentales de la persona humana. Así ocurrió con la denominada fiebre de Constituciones ex post con respecto a la Segunda Gran Guerra, entre las Cartas Fundamentales de Bonn, Alemania en 1949, la Quinta República francesa en 1958, y la Carta española de 1978, a las que se sumó la Norma Fundamental peruana de 1979, para que se entendiera, de mejor forma, la relevancia de una impartición de justicia con una visión más amplia de los derechos fundamentales, los cuales ya no eran en modo alguno, única potestad del soberano conforme a las convicciones pactistas de Thomas Hobbes y su famoso homo homini lopus ( el hombre es lobo del hombre) reafirmado en el Leviatán, sino que era certeramente el juez quien se convertía en actor trascendente de la escena contemporánea por sus facultades de interpretación de la ley y los principios constitucionales.
No llegaremos así a la afirmación presuntuosa de Karl Schmitt y la existencia de un Estado jurisdiccional, es decir, de un gobierno de jueces en el Estado de derecho, pero sí necesitamos coincidir con Gustavo Zagrebelsky, ex Presidente de la Corte Constitucional italiana, en el sentido de que el derecho se hace dúctil, y que se produce un cambio trascendente en la visión de ese clásico Estado legal de derecho, a efectos de dar paso a una preeminencia de los derechos fundamentales, a través del Estado constitucional de derecho, en su más amplio sentido de significado de vigencia. Quedan atrás, de esa forma, los famosos Machtstaat- o Estado de la fuerza- y Polizei Staat – o Estado Policía- tan recurrentes en las formas de organización política de los siglos XVIII y XIX.
Vemos, de esta forma, señor Presidente, que nuestros jueces hoy homenajeados asumieron el destino de una carrera judicial concretamente en un ambiente en el cual una visión prevalente de los derechos fundamentales permite un escenario de realización del sentido último de la justicia cuyo fin, como decía Ulpiano en el siglo III de nuestra era, antes de ser injustamente ejecutado ante el propio Emperador romano, consistía en dar a cada quien lo que le corresponde.
No nos corresponde, tampoco, y menos aún hoy, darle la razón a Miguel de Unamuno cuando dice en una de sus obras cumbre «Del sentimiento trágico de la vida», influenciado por la filosofía pesimista de Schopenhauer, que el hombre es un ser que desde que nace, se prepara para morir. Y decimos que no le damos la razón porque, en realidad, en buena cuenta, Unamuno nos transmitía la noción base de que ese pequeño ser recién nacido, que en verdad para nosotros podría ser la muestra más excelsa de vida humana, por más que luego ordenara su existencia, simplemente se preparaba para recibir, en algún momento de su devenir, a esa dama de negro, a esa parca, que representa el último aliento de vida y fin de nuestro estadío terrenal.
Por el contrario, nuestros jueces, hoy en el recuerdo de esta semblanza, son una muestra palpable de vida latente, de seres humanos cuya vida trascendió y hogaño recordamos, y que nos muestran que el servicio a su institución de vida – la Corte Superior de Justicia de Lambayeque- los recuerda en un día tan especial como es el centésimo primer aniversario de creación institucional, agradeciendo su tributo de trabajo, esfuerzo y dedicación a una entidad que los vio desarrollarse en sus tareas diarias, y que al trascender en nuestro recuerdo, nos dejan la estela de que es posible reconocer el trabajo tesonero de una persona, pues no solo se es honesto, sino también se es consecuente con valores y principios de vida.
La muerte es, al fin y al cabo, señor Presidente, una expresión física que implica que un conjunto de células perdió su fortaleza, y ya no pueden sostener la prosecución de la fuerza que nos mantiene vivos. Si nos remitiéramos a un ejercicio de las funciones cerebrales, implicaría que se pierden ineluctablemente las tareas centrales de las neuronas, y que éstas ya no pueden realizar sinapsis o conexiones entre sí, a pesar de haber nacido el ser humano con unas 100,000 millones de neuronas. Desde otra perspectiva, la ciencia entiende que el corazón ya no puede latir más, y sin embargo, esa definición científica de la muerte, deja de lado, y simplemente porque la ciencia no puede hacer nada más al respecto, ese significado trascendente del valor vida.
Todos sabemos, en estricto, que hemos de partir en algún momento de este lugar que algunas veces nuestras concepciones religiosas llaman un valle de lágrimas. Ello resulta meridianamente cierto y, sin embargo, debemos refutar, como hizo Galileo Galilei en 1633, en ese famoso debate entre razonamiento inductivo y deductivo, cuando un tribunal del Santo Oficio en Florencia, Italia, lo amenazó con la pena máxima por decir que la tierra no era el centro del universo, y con esa afirmación contradecía con una teoría heliocéntrica las concepciones geocéntricas de la época. Galileo afirmó eppur si muove, es decir, «pero se mueve», en alusión a que la tierra giraba alrededor del Sol, lo que resultaba una afirmación sacrílega para la sociedad de la época. Pero el atrevimiento del sabio de Pisa nos dice, en buena cuenta, que hay mucho más que ver en la vida que un solo árbol en el bosque, y que en realidad en ese bosque llamado vida, además de las expresiones de pesar que, por diferentes razones, habrán de cohabitar en nuestra existencia, que también hay un lado, en estas mismas vidas, las de nuestros jueces, que manifiesta la realización trascendente del ser humano, y ello se expresa en los deberes institucionales para con la entidad que en su seno los acogió y que pretendieron, con todos sus esfuerzos, jamás defraudar.
Ello puede ser reconocido, con creces, en nuestros colegas y amigos que hoy ya no están con nosotros. Ellos cumplieron sus obligaciones más allá del deber y, ante todo, dedicaron su existencia misma a la institución que los vio trascender. Ellos cumplieron, en términos figurativos diríamos, más allá del óptimo de Pareto, y si bien es ésta una regla de ponderación que apunta a la búsqueda de una noción de equilibrio, los deberes cumplidos por nuestros jueces amigos excedieron sus meras tareas, incidiendo ellos en realizar, con creces, aquel imperativo categórico kantiano que nos exhorta a hacer el bien, cuales fueran las circunstancias.
Levantar piras funerarias era una costumbre griega de antaño y de muchas culturas ancestrales. El fuego representaba un efecto purificador para la persona cuyo cuerpo era incinerado. En pleno siglo XXI, la cremación es una reexpresión de aquellas añejas quemas funerarias pero, al mismo tiempo, identifica un homenaje de sentido a quien nos abandona en este mundo material pero cuyo recuerdo imperecedero nos queda de aquí a la eternidad. Estas palabras, de algún modo, son una llama que se enciende frente a nuestros amigos que partieron.
Y por supuesto, una pregunta fluye con naturalidad en relación a todo lo expresado anteriormente: ¿ qué nos legan nuestros jueces en medio de un panorama tan difícil como el que hoy vivimos? Creemos, con convicción, que nos dejan un recuerdo imperecedero, trascendente y de encomio, valores que no siempre se llegan a obtener en vida.
Hemos querido destacar en este discurso de aniversario, señor Presidente, el lado humano del gran problema que nos corresponde vivir, y por cierto, hay que afirmar que, pese al inexorable avance de la ciencia en la escena contemporánea, esta epidemia nos ha hecho tomar conciencia de nuestra finitud y limitaciones como seres humanos. ¿Quién podría negar en este recinto que nos cobija hoy que no ha sentido temor ante un posible contagio de la plaga que nos acecha? ¿ O quién podría acaso sentirse lo suficientemente fuerte como para no empequeñecerse ante la epidemia, y no vivir, en carne propia, los mismos pavores que sintió la población de Oran, Argelia, ante la famosa peste narrada por Albert Camus en su famosa novela de 1947? ¿ O quién podría decirse inatacable si evoca las incertidumbres que hilvanaron de miedo a los ciudadanos de Saramago en su célebre ensayo sobre la ceguera, a propósito de una peste blanca que impedía a todos ver? ¿ O quién podría sentir su hogar inexpugnable si rememora los miedos que sintieron aquellos diez jóvenes, siete mujeres y tres hombres, que se encerraron en una casa en Florencia, Italia, según el Decamerón de Bocaccio, ante el inefable avance de la peste negra en el año 1348, y que el autor narra a modo de historias, contadas en cien famosos cuentos por los propios jóvenes, para darse valor ante la eventualidad de un lapidario contagio y condena a muerte?
Nuestra finitud también se expresa, señor Presidente, en la respuesta incompleta de la ciencia moderna frente a la pandemia. Parecíamos sentirnos orgullosos de que la medicina contemporánea aparentaba resolver todos los grandes problemas de salud de la humanidad. En efecto, nuestros galenos del siglo XXI se convirtieron en héroes al superar con creces las epidemias del SARS en 2003, el MERS en 2012, así como el ébola en 2014, esto es, en las primeras décadas de este milenio, y quizá supusimos, como en un momento se anunció por parte de muchos gobiernos del mundo en marzo de 2020, que en pocas semanas acaso habríamos de superar el amenazador panorama que se cernía sobre todos nosotros. Valga afirmar, pues, que se trató de un falso cálculo: la epidemia transformó quizá para siempre nuestras añosas tradiciones y nos deja, como una de sus principales enseñanzas, que el ser humano necesitaba tomar conciencia de sus propias insuficiencias, y que la plaga podía azotar cualquier localidad, cualquier familia, cualquier cuerpo, sin distinción de rangos sociales, nivel de preparación o dimensión de los valores humanos.
De igual forma, la epidemia empequeñece nuestros grandes privilegios de las últimas décadas, entre ellos haber ampliado la esperanza de vida del hombre a niveles antes insospechados, o haber desarrollado una Inteligencia Artificial de altísimo valor que hoy cambia nuestras vidas con la red de redes o internet, con los celulares 5G, entre otros. Igualmente, la peste ensombrece orgullos como la nanoestructura celular, indudable avance de la ciencia del siglo XXI, así como empequeñece hayamos llegado a la luna, o que hubiéramos enviado rovers, o naves espaciales, a otros planetas. Es pues quizá posible, por lo inermes que nos deja la pandemia, que ese avance enorme de la ciencia en verdad deba ser reducido, y lo decimos con realismo extremo, a la expresión socrática de que en realidad solo sabíamos que nada sabíamos, y que la inconmensurabilidad del conocimiento en verdad es una realidad, y que necesitamos de denodados esfuerzos para sobreponernos a esta adversidad. O a lo mejor es cierto lo que decía Platón, el fundador de la Academia de Atenas, en el sentido de que éste es solo un mundo de sombras de otro más real, y que nuestra vidas son solo una reminiscencia del alma y la razón. O quién sabe si, contradiciendo a Aristóteles, el Estagirita, es posible seamos menos que materia y forma, y por lo tanto, no gozamos de una verdadera esencia, lo que nos impediría saber y ser felices.
Sentimos, entonces y de esta forma, la pequeñez de la vida en toda su expresión. Y sin perjuicio de todo lo expresado, no podemos dejar por sentado que el de hoy pueda ser un mensaje de abatimiento, más aún cuando evocamos la memoria de seis hombres ilustres, a cuyo lado vivimos, y que para nosotros representan un legado de vida.
Me atrevería a lanzar la diáfana idea, señor Presidente, de que es más bien un mensaje de vida, esperanza y gratitud el que evocamos hoy, valores a los cuales, es cierto, deben acompañar la templanza, la moderación y la prudencia, porque finalmente es un testimonio de aliento el que nos dispensan nuestros queridos jueces hoy en nuestros recuerdos, añoranzas y pensamientos.
Ese mensaje de esperanza implica, entonces, recordar esos grandes momentos de reflexión, sinceridad y moderación de la humanidad, pues es a través de la profundidad de la meditación que redescubrimos nuestra esencia. Entonces, junto a las enseñanzas del Nazareno y sus ejemplos de vida, recordamos la humildad de San Agustín, el Doctor de la Gracia, cuando en el siglo IV de nuestra era, en los albores de la Edad Media, nos enseña su famoso tolle lege ( toma y lee), como una lección de vida. Y es que después de una vida en el maniqueismo, y fuera de los estándares de rectitud del cristianismo, precisamente una voz se le aparece firme cuando rezaba, y pareció decirle que era necesario tomar el libro de las enseñanzas del mundo- la Biblia-, las mismas que luego el Obispo de Hipona practicara como enseñanza, virtud y corrección, para el resto de la humanidad, dándole forma así a su famosa teoría cristiana de la Civitas Dei, o Ciudad de Dios. De la misma forma, debemos recoger las lecciones de Santo Tomas de Aquino, el Doctor de la Iglesia, quien en las casi postrimerías de la Edad Media, compendia todo el conocimiento cristiano en su famosa Summa Theologica, legándonos una extraordinaria dimensión del pensamiento cristiano.
La historia de la humanidad nos llena así de enseñanzas sin límite, y acompañan estas reflexiones sumando, principalmente, su enorme valor existencial. René de Descartes aporta, igualmente, los elementos razón y racionalidad, pero no deja de lado esa visión cristiana necesaria, y tras su cogito ergo sun, (pienso luego existo), llega a la convicción de que tras sus dudas metódicas y raciocinio de altos estándares de exigencia, es posible construir un conjunto de pasos, todos ellos rebosantes de racionalidad, para demostrar la existencia de Dios. Imaginemos pues tamaña hazaña dado que se juntan, en un solo espíritu, la razón y la fe. De esa forma, diríamos ante los versos de Dante Alighieri, ragione e fede sono una sola essenza, esto es, razón y fe son una sola esencia.
Ya en los siglos XIX y XXI, reflexiones de profundo valor humanístico como las de las Encíclicas Rerum Novarum ( De las cosas nuevas) y Fratelli tutti ( Todos hermanos) de los Papas León XIII y Francisco, sobre la doctrina social de la Iglesia, y la amistad social, respectivamente, nos legan otros mensajes de valía incalculable sobre el sentido, profundidad y valor de la vida humana.
Sabemos que la lista que antecede puede pecar de incompleta, señor Presidente, y lo es, y sin embargo, apuntamos a señalar, en conjunto, la dimensión de valía de la existencia terrenal en un contexto como el que vivimos.
Sabemos que es aciago pensar que no hemos de ver más a los seres queridos que hemos perdido, y nos atraviesa con dolor, cual saeta en el corazón, la pena que se expresa en el sentido de que no hemos de gozar más de la compañía de los jueces queridos cuyos nombres anteceden, y sin perjuicio de ello, creemos encontrar, en las enseñanzas de vida que nos legan, que hay un mensaje de esperanza hacia todos nosotros.
Me permito asumir, como si los escuchara acaso sin oírlos, que nos dicen que continuemos en esta tesonera tarea de impartir justicia, que el valor vida que nos dejan se debe expresar en la unión de este grupo humano que continúa su trabajo en favor de la colectividad. De igual forma, nos hacen saber lo importante que es fomentar la solidaridad como pauta de vida, y que sigamos en el camino de las reflexiones cristianas que nos enseñan una lección de vida, esperanza y amor.
Nos dicen, también, que debemos seguir pretendiendo ser un servicio a la comunidad a pesar del temor que nos embarga por la amenaza de la pandemia. Insisten, de igual forma, en que no todo es productividad en tiempos aciagos, y que debemos cuidarnos mucho, pues la vida misma es de un valor incalculable.
Ya Heráclito de Efeso se decía, alrededor del siglo V a.C., que una persona no podía bañarse en un río dos veces, pues aquella primera vez que entraba, jamás podría repetirse una segunda vez, enseñándonos así el valor de la temporalidad en los ciclos de la vida humana. De la misma forma, los tiempos de hoy exigen un profundo respeto por nuestras vidas, más aún en tiempos de pandemia, pues ellas son irrepetibles, son de un solo tránsito físico terrenal, y son de una sola dimensión humana. En ese sentido, preservar nuestra salud es nuevamente un imperativo ético, kantianamente hablando, que no podemos descuidar.
Finalmente, nuestros corazones expresan, ahora sí con júbilo, que quedan con tinta indeleble en la memoria centenaria de nuestra Corte los nombres de nuestros jueces hoy en el recuerdo, y vayan para ellos nuestro cariño, aprecio y afecto imperecederos en este 101 aniversario de nuestra querida Corte Superior de Justicia.
Muchas gracias.
Edwin Figueroa Gutarra
Juez Superior
Chiclayo, 24 de mayo de 2021
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